20/2/06

El aturdimiento



Jöel Egloff. El aturdimiento.
Lengua de Trapo. Otras Lenguas. Madrid, 2006


Jöel Egloff (1970) se ha convertido con sus cuatro novelas publicadas hasta ahora en un referente de la nueva narrativa francesa. Edmond Ganglion e Hijo, Los asoleados y Qué hago aquí, sentado en el suelo son las novelas anteriores a El aturdimiento, que publica, como las otras, Lengua de Trapo.

Una novela en la que el humor negro, la sorpresa hilarante y una mordacidad corrosiva trazan el retrato posapocalíptico de un mundo que chapotea en las ruinas de la modernidad, en los vertederos del desarrollo. Como un Camus pasado por Buster Keaton, con personajes de Beckett filtrado por Javier Tomeo, a cuyas novelas me ha recordado esta.

Cuando sopla el viento del Oeste, huele como a huevo podrido. Cuando viene del Este, se nos agarra a la garganta una especie de olor a azufre. Cuando llega del Norte, se nos echan encima nubes de humo negro. Y cuando se levanta el viento del Sur, lo que por suerte no ocurre muy a menudo, huele simple y llanamente a mierda, no hay otra palabra.

Ese es el primer párrafo de El aturdimiento. Con él se puede hacer idea el lector del panorama y del tono directo de esta novela corta, que nos introduce de golpe en ese universo plomizo visto con una mirada tan cáustica como la materia ácida de ese mundo, cubierto siempre por una niebla malsana.
Un paisaje de escombrera y descampado, el vertedero donde tienen su paraíso terrenal las gaviotas, entre zarzas y ortigas, bidones y chimeneas, postes y aviones.
Y unos personajes que llevan en su organismo metales pesados, mercurio en vena y plomo en el cerebro.
Un narrador-protagonista que brilla en la oscuridad, tiene la orina azul y evoca una niñez arcádica entre charcos de aceite y valles con desechos de hospital, una pubertad con mermelada de neumático y baños veraniegos en las aguas residuales de la depuradora y primeros amores bucólicos entre la chatarra y los asientos desvencijados de un desguace.
El hombre trabaja en un matadero entre gritos, ríos de sangre, vísceras y convulsiones; sus recuerdos tienen el aspecto de las aves petroleadas en las mareas negras y aclaradas con lluvias de queroseno de avión.
Le gusta su trabajo, pero lo que más, la conversación de las chicas de calendario que tienen en la zona de los vestuarios.
No hay mar en sus veranos, pero sí gaviotas, las de la depuradora. Y un río. Un río que hace espuma y en el que los peces pican sin cebo porque lo que quieren es salir al aire, donde se respira mejor y se les alivia el escozor.
Un mundo absurdo y descoyuntado pero exento de dramatismo, descrito con la distancia de la ironía y sin cinismo. Los que han visto Delicatessen, la película de Caro y Jeunet, saben de qué hablo.
Los que admiran al Eduardo Mendoza más ácido, y a Javier Tomeo encontrarán aquí un pariente cercano de esos novelistas.
Y, como ocurre con ellos, se sorprenderá pasando páginas y páginas con una carcajada, incluso ante escenas sangrantes e incisivas, en esa ciudad mutante que es el lugar de todas las aceptaciones y de todas las resignaciones, con personajes que tienen una mínima conciencia de su existir, víctimas anestesiadas de un aturdimiento que les impide reaccionar.
Poco a poco el libro se ensombrece y sobre él va cayendo una niebla malsana y espesa. El tono de los párrafos finales ya no es el mismo. Camus se ha impuesto a Pablo Tusset:
Aquí las mañanas no se parecen a la idea que se tiene de una mañana. Quien no está habituado ni siquiera se da cuenta de que se ha hecho de día. La diferencia con la noche es sutil, hay que tener vista. Es sólo un tono algo más claro. Ni los gallos viejos las distinguen ya.

La traducción de Tamara Gil Somoza, agilísima y meritoria. No se nota, que es lo mejor que se puede decir de una buena traducción.

Santos Domínguez