17/2/06

Los girasoles ciegos



Alberto Méndez. 
Los girasoles ciegos
Anagrama. Barcelona, 2004

Hay libros que en un sentido estrictamente comercial no son novedad, pero no dejan de estar presentes en la mente y en el corazón del lector desde que accede a ellos por primera vez.

Ese es el caso de Los girasoles ciegos, que se publicó hace ahora un par de años y que ha tenido una acogida cada vez más amplia avalada por varios premios, el Setenil al mejor libro de relatos de 2004, el Nacional de Narrativa o el de la Crítica.

Una obra, la única, de Alberto Méndez, que justifica toda una vida. Tiene alguna relación con otros libros sobre la guerra civil y sus consecuencias: El lápiz del carpintero, Soldados de Salamina, La voz dormida. Pero sería una simpleza y un puro tópico quedarse aquí.

Este libro es mucho más que eso. Este es un libro que, como la bala que deja una cicatriz en la cabeza de Carlos Alegría, deja marcado al lector para siempre.

En más de un sentido, es esta una obra única. Uno de esos libros que le tiran a uno del brazo una y otra vez para plantear incertidumbres y preguntas desde un espacio y un tiempo en el que se confunden los vencedores y los vencidos, los vivos y los muertos, la realidad y la ficción, la historia y el relato como dos subgéneros de la memoria. De la memoria de una irreparable derrota, evocada con la desolación de quien sabe que todos somos perdedores.

Juan Soriano, el pintor que murió hace poco, decía que en la obra de arte nada tendría valor sin la muerte. Son palabras que parecen pensadas para un libro como Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, que murió poco después de publicarlo. Una obra que, no solo por eso, nos viene literalmente del mundo de los muertos, desde que en la primera página el lector oye la cadencia litúrgica de los obuses sobre un Madrid a punto de rendirse.

Una obra en la que cada palabra está escrita como si fuera la última que se escribe, como si fuera la última palabra que el lector lee. Este es un libro que corta la respiración, un libro que en sus ciento cincuenta páginas tiene una intensidad desusada, propia de la alta poesía, una densidad tal que sería insoportable en un libro de mayor tamaño.

Por eso el lector pide constantemente treguas, porque este es un libro que se lee con la médula, como decía Nabokov que se leen los grandes libros.

Los girasoles ciegos es un ciclo de cuatro relatos que, pese a admitir la independencia de la lectura exenta, están vinculados entre sí por el tema de la derrota, que aparece secuenciada en las cuatro derrotas que se articulan en un eje temporal que abarca de 1939 a 1942.

Otros vínculos unen el primero y el tercero de los relatos en la figura del rendido Carlos Alegría, que comparte la cárcel con el protagonista del tercer relato, Juan Senra.

Entre el segundo y el cuarto, la vinculación la establece el personaje femenino de Elena, amante del poeta adolescente, madre del niño que muere, e hija del republicano oculto del último relato, que da título al
volumen.

Título y tono, porque, con distintas técnicas y desde distintas perspectivas, otro de los hilos de Ariadna con que se teje este tapiz es ese: el de la desorientación en la que se mueven las criaturas que los pueblan.

Se cuentan aquí cuatro derrotas, cuatro historias de perdedores, pero el libro va más allá y abre constamente incertidumbres.

¿Qué es un vencido por el vencido?, se pregunta el capitán Alegría después de rendirse, el día de la victoria, a los perdedores, a los que van a rendirse a las pocas horas. No es un desertor, no es un traidor, sino un rendido, un vencedor que renuncia a serlo. Un vencedor vencido, un muerto vivo, alguien que está en los dos lados de la realidad. Alguien que gana una guerra y la pierde el mismo día.

Y si pierdo la ira, ¿qué me queda?
, dice el personaje que en el segundo de los relatos escribe con la seguridad y la intensidad de quien sabe que lo que escribe se va a leer después de su muerte.

Como las páginas de ese diario, estos son textos escritos al límite, en la frontera de la vida y la muerte, en la raya que separa al personaje y al mundo, entre la verdad y la mentira, entre la compasión y el remordimiento, la rabia y la distancia.

¿Cómo se mata a un muerto? es la pregunta que da la clave del tercer relato, en el que un preso retrasa, como Sherezade, el día de su muerte con la invención de historias.

-¿A quién escribes? ¿A tu hermano? - Hacia mi hermano, que no es lo mismo.

Eso contesta el personaje central de esa tercera derrota, El idioma de los muertos.

Y así se escriben también estos relatos: hacia el lector, como una flecha. Porque en ellos cada palabra está tensada al límite como un arco de resentimiento que lanza estas derrotas como flechas contra la conciencia y contra el olvido para construir un libro polifónico, en el que las voces de los vivos y los muertos se conjuran, donde se condena al que condena y se vence al vencedor, con palabras rozadas por la muerte, como la bala roza el cráneo del capitán Alegría, porque, como se dice en uno de los relatos, nadie miente para morir.

Los muertos no ganan las batallas, dice el clérigo lúbrico que en el cuarto relato, el que da título al libro, se convierte en uno de los narradores retrospectivos de una situación vergonzosa. Dotado de una característica impostación del lenguaje para encubrir la realidad, ese frailón es el acosador untuoso de Elena, la madre de Lorenzo, la mujer de un topo escondido en un armario, de un profesor de Literatura del Beatriz Galindo anclado en la memoria del miedo y abocado al vacío.

He aprendido que la Luz y el Dolor forman parte de la misma incandescencia, dice ese personaje despreciable, en la bruma del arrepentimiento tardío y del remordimiento cínico.

Y eso, un calambre provocado a la vez por la belleza y el dolor, es lo que experimenta el lector de este libro inolvidable.

Un libro que, como las balas, el valor y el miedo, corta la respiración.

Santos Domínguez