15/2/06

París, 1919


Margaret MacMillan. París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo. Tusquets Editores. Barcelona, 2005.

Como los buenos libros de historia, éste de la profesora MacMillan aclara tantos aspectos del pasado, como revela preocupaciones de nuestro presente. En la primera mitad del año 1919 los mandatarios de las potencias vencedoras en la Primera Guerra Mundial se reunieron en París con el objetivo de diseñar un nuevo mundo, pues pensaban, con razón, que el viejo acababa de hundirse.
Lloyd George, primer ministro británico y Clemenceau su homólogo francés se reunieron en París bajo la tutoría del presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, que acudía a Europa pertrechado con sus famosos catorce puntos, auténtica “hoja de ruta” que con unos cuantos simples principios perseguía una reordenación cartesiana del mundo que iniciaría con ello una larga era de paz, prosperidad y libre comercio.
La profesora MacMillan pasa revista a la personalidad de estos personajes y a sus motivaciones, Lloyd George dispuesto a cualquier cambio que mantenga la supremacía naval de Gran Bretaña, el enérgico anciano Clemenceau convencido de que la seguridad de Francia dependía del debilitamiento de Alemania por el medio que fuese, el bienintencionado (e ingenuo) Wilson que llega a París como un nuevo Moisés convencido de que sus catorce puntos son la fórmula magistral que curará todos los males, y poco dispuesto a admitir que la realidad le estropease su magnífico programa.
El plan de Wilson incluía un rediseño de las fronteras europeas y de buena parte del mundo usando como criterio la coincidencia entre fronteras estatales y nacionales, criterio cuando menos discutible, pero que además no siempre se llevó a cabo, como en el caso de Alemania, para perjudicarla y que no se convirtiese en un estado aún más poderoso; o como en el caso de Polonia, para fortalecerla y que actuase como contrapeso oriental de Alemania y tapón contra los bolcheviques; o como en los multiétnicos y confusos Balcanes, simplemente porque era imposible.
Fuera de Europa, el nacimiento de un Irak donde se mezclaron sunitas, chiítas y kurdos; o de una Palestina donde se autoriza el nacimiento de un “hogar” judío en medio de un mar de musulmanes, ilustran el sentido de las decisiones tomadas en París.
Otra de las propuestas de Wilson fue la creación de un organismo internacional, la Sociedad de Naciones, que velaría por la paz mundial, y de la cual no formarán parte Alemania, la Rusia Bolchevique y, sorprendentemente, los Estados Unidos de América, lo que da una idea de la efectividad de esta organización en los convulsos años de entreguerras.
A pesar de esto la profesora MacMillan no echa la culpa (al menos no toda) de la Segunda Guerra Mundial a los diseñadores de la paz en 1919 como han hecho muchos historiadores; sino que incluso relativiza el papel que la “humillación” de Alemania en el Tratado de Versalles pudo tener en el ascenso al poder de Hitler.
Los negociadores de París quizás tomaron algunas decisiones erróneas como rodear Alemania de estados débiles que serán luego fáciles presas del expansionismo nazi, o despreciar el papel de Japón en el mundo, pero hay que reconocer que se enfrentaban a una tarea descomunal, crear un nuevo orden planetario partiendo de los escombros y cenizas de un mundo, el Mundo de Ayer, de Stefan Zweig, en el que con las palabras del propio escritor austriaco estaban emergiendo unas ideologías temibles: “el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea.”

Jesús Tapia Corral