19/3/06

Todo lo que se ve




Alberto Ávila Salazar. Todo lo que se ve.
Nueva Biblioteca. Lengua de Trapo. Madrid, 2006


Con gusto y con sorpresa crecientes me he ido adentrando en una novela de la que no esperaba gran cosa, a la vista de algunas críticas que ahora me parecen erróneas y precipitadas.
Todo lo que se ve es la primera novela de Alberto Ávila Salazar, que obtuvo con ella el Premio de Arte Joven de Novela de la Comunidad de Madrid. La acaba de publicar Lengua de Trapo en su colección Nueva Biblioteca.
Me ha ido ganando, desde el principio, la propuesta imaginativa de situaciones chocantes (un comedor profesional de ostras, muertos que llaman para anunciar su muerte, una novela con cuatro copias que circulan al azar por el mundo y generan una secta...), la fuerza creciente de una prosa brillante que culmina al final en unos párrafos deslumbrantes que podrían ser un poema en prosa autónomo, el reflejo de una realidad desestructurada como la personalidad de algunos de los personajes, la integración de técnicas de la narración, el dietario y el ensayo, las notas a pie de página, las referencias literarias y filosóficas en la encrucijada de los géneros en la literatura contemporánea.
No tiene mucho mérito el lector, porque son menos de ciento cincuenta páginas, pero Todo lo que se ve es una novela que se lee de un tirón con creciente asombro, con creciente interés.
El mérito es del autor, que lo hipnotiza con imaginación y lenguaje en dosis de alta concentración, con la literatura en bruto y la realidad elaborada, con varias propuestas de novela e intuiciones de Funes el memorioso y El aleph en la más imaginativa de esas propuestas: la de la mujer que tiene un accidente de tráfico que le deja como secuela una amplificación infinita e insoportable de los sentidos.
Todo lo que se ve es una novela que es muchas novelas, más que una novela y menos que eso. Un texto en el que se integran en la propuesta calidoscópica del narrador la filatelia y la música milenarista de dos bandas canadienses de rock, la reflexión sobre la literatura y sobre el tiempo, la percepción de que la literatura la escriben los muertos y es una revelación de otras percepciones, de un conocimiento más alto a través de la lengua, de la visión mágica y monocular de los hombres pineales de los que hablaban Ortega y Edgard Dacqué.
Del tronco central de la novela, articulada en dos partes: Los objetos y El ojo pineal, van ramificándose, como esbozos o como desarrollos completos, una serie de historias secundarias. Alguna de esas historias, como la del mono Baltasar, merecería figurar con toda dignidad en cualquier antología de relatos de la literatura española actual.
Las claves, como es lógico, están al final, en el descubrimiento de la relación entre narrador y protagonista, en la conclusión de que el fragmento es el resultado de un mundo visto a través del zapping de la posmodernidad.

Santos Domínguez