1/4/06

Noche oscura del mundo

Gonzalo Hidalgo Bayal. Paradoja del interventor.
Tusquets. Barcelona, 2006.


Acaba de reeditarse en Tusquets Paradoja del interventor, de Gonzalo Hidalgo Bayal, después de una primera edición en Los libros del oeste hace ahora dos años.

Es una nueva edición revisada, con no pocos cambios, aunque de detalle: se ha limado algún leve defecto, alguna repetición, se ha redondeado alguna frase. Nada sustancial, sin embargo.

Hay en esta novela, quizá la mejor de su autor, no sólo calidad de página (que también, y en alto grado), sino altura sostenida de la frase, consistente y cargada de fuerza y de rigor estilístico, de eso que técnicamente se llama información y que le marca al lector un ritmo de lectura lento y constante, el adecuado a la intensidad de su estilo, a la prudencia con la que hay que moverse en esta noche oscura y ferroviaria en la que conviven el vacío y una leve piedad.

Una noche, la del mundo, en la que un hombre cualquiera, un hombre anónimo, sin identidad ni atributos, el hombre, pierde el tren de la vida en noviembre y en una estación sin nombre de una ciudad sin nombre, con calles y personajes anónimos o de nombres apócrifos. Hasta el agua del río que corre bajo el puente es anónima.

Todo lo precipita hacia la ruina y la herrumbre, como en las tragedias clásicas, un error inicial y reiterado que asume la identidad ambigua de un interventor paradójico, de un turista accidental, causa eficiente y causa final de su desgracia desvalida, un Ulises provinciano de mansedumbre ferroviaria hacia una Ítaca que ya no está en los mapas.

Hay aquí otros arquetipos: el del viaje dantesco, una bajada a los infiernos desde el tren, un recuerdo equiparable al de Saulo y su caída del caballo y la epístola a los efesios, una evocación del agrimensor de Kafka y un viacrucis etílico del protagonista en catorce estaciones tabernarias guiado por Cristo, que, menos redentor que bautista, le nombra interventor.

Y unos pocos personajes con un contorno ligeramente humano, personajes marginales, supervivientes mínimos y ejemplares, dóciles y sumisos, solidarios con el interventor en la perplejidad, en la desgracia y en la resignación de la noche oscura del mundo y del infierno. En sus alrededores, un curioso personaje, un espíritu áspero, un viejo ensimismado y acodado en la barra de la cantina, dice, como Eneas, "sidera somnos". Y un guardabarreras sordo guarda un paso a nivel vacío, como un portero del desierto.

No explican casi nada de un texto, pero las influencias reiteradas por los comentaristas (Benet y Kafka, la Biblia y Faulkner, Ferlosio y Beckett) flotan sobre la novela y sobre el lector y los iluminan entre tanta sombra. Y hay también otras luces como las de Landero, el Onetti magistral de Los adioses o Luis Martín Santos, que me parecen muy notables también en su potencia.

Esta Paradoja del interventor no solo merece lentitud en la lectura, sino que la exige, como si de un largo poema se tratase, de un poema en el que se entra a fuerza de repetidos asedios.

Una novela que, desde luego, pide una relectura agradecida y tan satisfactoria o más que la primera lectura.

Santos Domínguez