30/6/06

Dios es redondo



Juan Villoro. Dios es redondo.
Anagrama. Barcelona, 2006.

De la afición en primera persona se habla en este Dios es redondo de Juan Villoro, que tras un calentamiento inicial realiza una exploración narrativa de las pasiones (altas y bajas) que suscita el fútbol.

Una reflexión inteligente y divertida, apasionada y distante a la vez, sobre una de las variantes de la pasión, hecha por una de las plumas más lúcidas y brillantes de la actualida, por un narrador acreditado como Juan Villoro, en este libro pensado para los seguidores del fútbol y para sus críticos.

De la tribu y del juego como entretenimiento y como religión se habla en este libro, del origen neoplatónico del título de este libro, que fue antes el de la columna periodística que Villoro escribió para La jornada de México durante el Mundial del 98.

Del balón y la cabeza, dos variedades de esa cosa mental y abstracta que es la esfera.

Del fútbol global y la pasión africana, la espera y el futuro del fútbol.

De la vida, pasión, muerte y resurrección de Maradona, una de las formas en las que se encarna la divinidad. De la tragedia griega, porque el crack tiene siempre la altura del héroe dramático.

De la liga de las estrellas, de Figo, de Beckham. De las formas de la pasión.

De dos conversaciones con Valdano sobre los entrenadores, jugadores imperfectos y responsables últimos del azar.

De las tres edades del fútbol.

Del campeón de invierno, que en fútbol no sirve de nada, pero es el único tipo de campeonato posible en literatura. Porque este Dios es redondo surge de la certeza de que en literatura sólo hay campeones de invierno, líderes que no han llegado a la meta, que están primeros por méritos propios, pero no son lo que podrían llegar a ser.

De que el oficio de chutar balones está plagado de lacras. Levantemos veloz inventario de lo que no se alivia con el botiquín del masajista: el nacionalismo, la violencia en los estadios, la comercializacion de la especie y lo mal que nos vemos con la cara pintada. Todo esto merece un obvio voto de censura. Pero no se puede luchar contra el gusto de figurarnos cosas. Cada aficionado encuentra en el partido un placer o una perversión a su medida. En un mundo donde el erotismo va de la poesía catara a los calzones comestibles, no es casual que se diversifiquen las reacciones. Los irlandeses aceptan el bajo rendimiento de su selección como un estupendo motivo para beber cerveza, los mexicanos nos celebramos a nosotros para no tener que celebrar a nuestro equipo, los brasileños enjugan sus lágrimas en banderas king-size cuando sólo consiguen el subcampeonato y los italianos lanzan el televisor por la ventana si Del Piero falla un penalti.

De cómo es posible que las multitudes sucumban a un vicio tan menor:
El hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura. En sus mejores momentos, recupera una porción de infancia, el reino primigenio donde las hazañas tienen reglas pero dependen de caprichos, y donde algunas veces, bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia, alguien anota un gol como si matara un leopardo y enciende las antorchas de la tribu.
En sus peores momentos, el fan del futbol es un idiota con la boca abierta ante un sandwich y la cabeza llena de datos inservibles. Es obvio que la Ilustración no ocurrió para idolatrar héroes cuyas estampas aparecen en paquetes de galletas ni para aceptar el nirvana que suspende el juicio y la mordida. La verdad, cuesta trabajo asociar a estos aficionados con los rigores del planeta posindustrial. Pero estan ahí y no hay forma de cambiarlos por otros.
En sociedades descompuestas, Hamlet incita a matar padrastros y el fútbol a cometer actos vandálicos.

De un juego sencillo en el que 22 jugadores disputan un balón y al final casi siempre gana Alemania.

De las ventajas estéticas de la derrota. ¡Qué manera de perder!

De la paradoja de Aquiles y la tortuga, ejemplificada en un lance entre Roberto Carlos y Milosevic en el Bernabéu en 2005.

De las reglas para estar alegres, de las formas de festejar un gol.

De que los adictos a caerse suelen tener el pelo largo.

De este juego, que más que un juego de hombres es el juego del hombre.

Santos Domínguez