14/9/06

El viento de la Luna




Antonio Muñoz Molina
El viento de la luna
Seix Barral. Barcelona, 200
6



Antonio Muñoz Molina vuelve a Mágina desde Manhattan para hacer escala. Porque a donde viaja en realidad es a la Luna. O mejor, a la imagen de la Luna que nos transmitió confusamente la televisión a los que entonces entrábamos en la adolescencia. A aquella Luna en la que estábamos unos días antes de que llegaran los astronautas y en la que seguimos mucho después de que la nave dejara el satélite.

Vuelve para reencontrarse consigo mismo, con el muchacho que fue y que en parte lo explica, porque El viento de la Luna, que acaba de editar Seix Barral, es la narración de un viaje más difícil que el del Apolo XI: el del descubrimiento que aquel adolescente hace de sí mismo y de un mundo más lejano, más ajeno, también más inhóspito que aquella Luna.

Es el viaje iniciático de un muchacho de provincias en los años finales de la dictadura, una novela de aprendizaje en la que dos experiencias, la del viaje espacial y la de la adolescencia, se superponen sobre el telón de fondo, casi teatral, de aquel otro viaje con el que se inauguró lo que se llamaba aquellos días, con rimbombancia propia de aquel Jesús Hermida que lo contaba, la era espacial.

El autobiografismo es evidente en la primera persona del narrador-personaje-autor, una primera persona que inevitablemente tiene detrás (y eso la llena de intensa verdad) el recuerdo personal, la memoria autobiográfica. Porque El viento de la Luna no es estrictamente una novela, sino unas memorias indisimuladas o, si se prefiere, una obra de género híbrido que se sitúa en el mismo ámbito literario en el que se desenvolvía Ardor guerrero.

Como en aquel caso, la emoción que produce una lectura como esta se debe a un mecanismo de reconocimiento en el lector. Y es que esa memoria que explora el texto no es sólo la memoria personal del autor, es la biogrfía de toda una generación marcada por los años agónicos del final de un franquismo que seguía pesando con su carga de tragedia y de miedo en la vida española. Alguien dijo una vez que los del franquismo fueron los años del frío, más que los del hambre. Pues bien, ese frío de la posguerra sigue estando presente en el libro como lo estaba aún en aquel final de la década de los sesenta.

Pero lo que convierte este libro en un texto literario es que constituye un ejercicio de exploración estilística al servicio de esa reconstrucción de la memoria y del reconocimiento de sí mismo. Con presión estilística creciente al principio y luego sostenida con la emoción del recuerdo (Sólo recuerdo la emoción de las cosas es la cita de Machado que ilumina el libro), con un estilo envolvente que a veces asume el vértigo de aquel cohete veloz que entre el 16 y el 20 de julio viajó a la Luna.

Flotaba libre de la gravedad el astronauta y abajo un muchacho oía pasos pesados que le devuelven a este mundo del que había huido con el astronauta. De esa manera conviven el cielo y la tierra, el Apolo XI y Mágina, las naves y las poluciones nocturnas culposas en la España rural y atrasada de finales de los años 60, la utopía del año 2000 y un viento que no existe.

Emparentada con El camino de San Giovanni de Italo Calvino en la evocación de un mundo que ya no existe y de un padre que ya no está, recuerda a la barojiana El árbol de la ciencia en la conversación que se convierte en el centro de una obra de cuidada arquitectura circular.

Una de las claves del andamiaje de la obra es el juego de contrastes de tiempos y espacios. Aquel presente es hoy pasado y su futuro es el presente de la decepción, de la muerte de los sueños, espaciales y personales de quien era un desclasado en un terreno de nadie, entre el pasado de la infancia y la utopía del futuro que salía al mundo con angustia y rebeldía y voluntad de huida en el espacio desde aquel mundo rural que mira al pasado repetitivo y cíclico, anclado en la idea tolemaica del universo.

En la velocidad de las dos experiencias, la de aprendizaje y la de alunizaje, convergen las dos líneas temáticas de El viento de la Luna, en una narración hecha con ritmo envidiable. En eso y en una serie de correspondencias que subrayan el paralelismo: los frutos y los planetas, el desierto lunar y el de aquella España, y la soledad que une al astronauta que cierra la nave y la novela con el muchacho que se encierra en su mundo, en sus lecturas de ciencia-ficción, en el cine y en la televisión.

Un mundo en el que los primeros televisores, que tuvieron tanta importancia aquellos días, eran compatibles con la falta de agua corriente y los últimos coletazos sangrientos del franquismo con la espera de aquel viento lunar que iba a cambiar el mundo.

Luego supimos que no había viento en la Luna, y aunque empezábamos a saber que aquí abajo tampoco se andaba muy sobrado de él, el verdadero cambio estaba por venir y no iba a caernos del cielo.
Santos Domínguez