7/11/06

El tiempo de los emperadores extraños

Ignacio del Valle.
El tiempo de los emperadores extraños.
Alfaguara. Madrid, 2006.


—Si aquí ya no importan los vivos, imagínese los muertos.

La frase sin esperanza que le había dirigido meses atrás un oficial retumbó en la cabeza del sargento Espinosa como si hubiera sido pronunciada en el interior de una catedral. Minutos antes, su asombrada orden había hecho que, en un acto reflejo, el grupo de soldados se pusiera en pie cambiando precipitadamente las latas de carne y los cubiertos del condumio por máusers. Vistos desde lejos sobre la congelada superficie del río Sslavianka, envueltos en sus pesados uniformes de invierno, semejaban un grupo de desorientados pingüinos. Al cabo, sus ojos siguieron la línea imaginaria de la mirada del sargento, y cuando toparon con la causa de su voz, la mayoría adoptaron una actitud de recién despertados, de quien no ha entendido aún los límites entre aquello que están viendo y lo que veían en sueños. En una visión dadaísta, un conjunto de unas veinte cabezas de caballo sobresalían esparcidas sobre el lago helado como un ajedrez monotemático. Las ijadas abiertas, la tensión de sus cuellos, los ojos extraviados, todo indicaba que habían sido capturados por el frío en plena carrera. Pero no era el fantástico cuadro lo que mantenía su atención en suspenso, sino el hombre enterrado en el hielo hasta el torso que se hallaba pegado a una de ellas. El sargento Espinosa se adelantó y fue esquivando en zigzag cabezas equinas hasta quedar a la altura del cuerpo. Hasta ese momento habían utilizado las cabezas como improvisados asientos donde tomar la comida del día, y sólo cuando se levantó la niebla que, como un muro, les venía acompañando desde por la mañana, pudo el sargento descubrir al hombre. Se agachó con dificultad y observó su uniforme y el rostro helado. A continuación limpió la escarcha de las mangas y comprobó en la izquierda el águila del emblema nacional alemán y en la derecha el distintivo con los colores rojo y gualda y la leyenda «España». El muerto pertenecía a su división, pero su cara no le sonaba. Claro que no resultaba extraño: había más de dieciocho mil que recordar.


Invierno de 1943 en el frente de Leningrado. El sargento Espinosa, voluntario de la División Azul y en la vida civil ayudante de la cátedra de Química en la Universidad de Madrid, con un carácter marcado por la úlcera de estómago que padece, y el soldado Arturo Andrade, inteligente y opaco exteniente, tienen que investigar una serie de crímenes de los que son víctimas los soldados de la 250 División.

Con ese comienzo llamativo e intrigante que he copiado arriba, el lector se puede hacer idea de dos de las características más notables de esta novela: es una narración muy visual y de estilo cuidado.

No se trata solamente, aunque también es eso y lo es muy dignamente, de un
thriller, de una novela policiaca en la que unos improvisados investigadores tienen que desentrañar las claves de unas muertes rituales aún más inesperadas. Es también una denuncia de los horrores de la guerra, de la degradación de la condición humana en circunstancias (bélicas y ambientales) extremas. Como Lucifer en el último canto del Infierno de Dante, ese primer cadáver aparece con medio cuerpo enterrado en el hielo. Y es que esta novela tiene algo de bajada a los infiernos de la nieve en la estepa rusa, un espacio propicio para la maldad, para el conocimiento de la realidad y de uno mismo. Esa es la función que cumple ese episodio narrativo que está presente en todas las mitologías, religiosas o literarias.

Y es además una novela que reúne interés y exigencia literaria y que confirma la progresión de Ignacio del Valle, del que ya conocíamos
El arte de matar dragones (Premio Felipe Trigo) que editó Algaida en 2004, en la que el entonces teniente de los servicios secretos Arturo Andrade tenía que investigar el robo de una tabla renacentista. En esta peripecia el mismo protagonista, degradado a soldado raso, purga su pasado alistándose en la División Azul y asumiendo esta investigación desoladora.

El tiempo de los emperadores extraños,
que publica Alfaguara, forma parte, con El arte de matar dragones, con la que comparte protagonista y de la que que en buena medida es consecuencia, de una trilogía ambientada en los años 30 y 40 en la que se combinan historia y novela para construir un relato que mantiene constante el interés del lector con habilidad narrativa y bien aprendido oficio en el manejo de los diálogos. Un relato que funciona bien porque tiene su base más sólida en una verosímil recreación de aquel tiempo inverosímil.


Santos Domínguez