3/12/06

A ciegas


Claudio Magris.
A ciegas.
Traducción de J. A. González Sainz.
Anagrama. Barcelona, 2006.


Anagrama acaba de publicar en España la última novela de Claudio Magris, A ciegas, que apareció el año pasado en Italia y mereció el premio Lampedusa.

Planteada como un monólogo confesional de Salvatore Cippico, que recuerda su vida desde un manicomio, esa confesión es un símbolo del delirio al que quedan reducidas las utopías que encarna ese hombre, un viejo luchador comunista, de profesión detenido e interrogado, cuya vida ha ido de desastre en desastre: de la guerra civil española a un campo de trabajo en Dachau, de ahí a Yugoslavia y a la isla de Goli Otok, que aparecía en uno de los relatos de Microcosmos y en Utopía y desencanto.

La historia del personaje es la historia del siglo XX, una representación de las tragedias y los episodios violentos que la han jalonado. Por eso A ciegas es el reverso de El Danubio, la otra cara de la luna, el lado oscuro de Europa, una inmersión dolorosa en el horror y la locura de la historia europea del siglo XX.

El febril, el derrotado Cippico nació en las antípodas, en Tasmania, hijo de emigrantes italianos, la misma isla en la que un extraño personaje histórico, Jorgen Jorgensen, clave y origen de la novela, aunque no su protagonista, acabó sus días a mediados del XIX.

Como Cippico, recluso y fugitivo, Jorgen Jorgensen, el autoproclamado rey de Islandia, fue luego condenado a trabajos forzados en el infierno de una isla australiana.

Como Jorgensen, el militante Cippico sale de un Lager nazi para acabar en otra isla, en el Gulag de Goli Otok, la terrible isla Calva donde Tito confinaba a los disidentes.

La verdad es más extraña que la ficción, decía Melville. Que tenía razón lo confirma lo que se cuenta en esta obra, mitad novela mitad ensayo documental, un grito entre tinieblas, a ciegas, en la oscuridad de la historia, de la razón y de las utopías, en la noche marítima de los viajes que recuerdan al Conrad de Lord Jim y El corazón de las tinieblas.

Las dos voces principales, la del narrador loco de la ficción y la del personaje histórico, se confunden con frecuencia, como se confunden la realidad y la alucinación en A ciegas. El personaje histórico parece sacado de una novela de Conrad y el ente de ficción es alguien que parece la conciencia del caos contemporáneo. De esa manera se confunden la historia y el delirio, el mito y el recuerdo en esta obra dura y dolorosa en la que sobresalen las voces de esos dos personajes a los que todo les ha ido mal.

Hay un tercer eje paralelo, que aprovecha como contrapunto narrativo el mito utópico del vellocino de oro. En la búsqueda del vellocino de oro, que se acaba identificando con una bandera roja, hay un empeño civilizador que acaba degenerando en la más sangrienta de las utopías, en la misma usurpación de ideales que hay en el mito de Jasón y los argonautas. Episodios como el de los dolinos parecen anticipar en ese mito las guerras fratricidas del siglo XX o la lucha entre comunistas y anarquistas en la guerra civil española.

Y en ese contexto se desarrolla la historia de Medea y Jasón, tan llena de traiciones y tan destructiva como el XX y entretejida con el episodio del amor de Jorgensen, que articula el libro y lo recorre.

¿Quién habla? ¿Y a quién? El protagonista-narrador habla a un médico, a sí mismo, a nosotros los lectores. A todos a la vez. Con muchas voces y a muchos oyentes. Y en su voz confluyen todas las voces del desarraigo y el exilio de esas personas que están en el momento equivocado en el sitio equivocado, allá donde acaban las ilusiones.

Cada uno de nosotros siempre es un coro, ha escrito Magris en una ocasión.

En esa multiplicidad de voces, en esa voz coral y polifónica del protagonista, una voz que tiene algo de póstuma, toma cuerpo el caos narrativo de la novela.

Voces, gritos y palabras se confunden en la cabeza del narrador-protagonista. A ciegas es una pregunta constante, una novela que tiene la forma sinuosa de una interrogación:

Así que puse - señala el protagonista- entre signos de interrogación sólo la primera frase, y no toda mi vida, suya, de quien sea.

Es la disolución de la utopía y la disolución de la conciencia. Y el mundo acaba convertido en una prisión. Y la vida, como mucho, reducida a un adverbio o una interjección inarticulada.

Este A ciegas tuvo una gestación muy lenta, una paciente labor de documentación porque Magris es autor que busca siempre la precisión y el detalle. Hay en la prehistoria de este libro un proyecto frustrado de sobre los mascarones de proa, cuyos materiales se han aprovechado como los restos de un naufragio. Mascarones de proa que, como el que aparecía en la portada de la edición italiana, presagia las catástrofes y ve los temporales desde lejos.

A ciegas es un libro de la estirpe de El corazón de las tinieblas, de El lado de sombra. Las voces múltiples se confunden en un viaje a través de la confusión de tiempos y de espacios, del mito y de la realidad, de la fantasía y el recuerdo, a través de la conciencia que transita de un personaje a otro.

Como en los relatos de Melville y Conrad, como en los mitos, el texto narra un viaje formativo, de conocimiento, una bajada a los infiernos a través de los viajes y las vicisitudes de los dos personajes principales, de catástrofe en catástrofe, en travesías marítimas, corrupciones de los ideales y naufragios colectivos de las utopías.

Joseph Brodski explicó hace algún tiempo con palabras muy precisas la idea de que en la escritura hay siempre una emergencia inesperada de algo que ni se sospechaba que estuviera en la conciencia del autor. La de Magris en A ciegas es una escritura nocturna, en la que el autor ajusta cuentas con algo que emerge desde dentro de él, algo que no sabía que estuviera allí. En ese viaje nocturno quizá lo más conmovedor sea el reflejo autobiográfico del autor en la pérdida de María, Marie, Mariza, el gran escudo.

Historia, mito y biografía se superponen en este libro para abordar lo diurno y lo nocturno, lo apolíneo y lo dionisiaco, la razón y la locura, la luz y la tiniebla, la mirada de los mascarones y la de Medea.

Un libro que puede ser amargo, pero que pese a todo no es pesimista porque en él el desencanto refuerza la utopía y la necesidad de cambiar el mundo que alentaba en aquellos comportamientos idealistas, utópicos y destructivos, en un siglo de destrucciones y construcciones, de tinieblas poderosas y de luces no menos poderosas.

Por eso hay en el fondo de esta obra, pese a todo, una reivindicación implícita de la responsabilidad, la ética y los valores frente a las pesadillas, el horror y la ruina.

Una experiencia moral y estética verdaderamente demoledora, cuya altura, comparable a la de El Danubio, probablemente sea la culminación narrativa y ensayística de su autor.

La traducción, de J. A. González Sainz, premio Herralde y Premio Castilla y León de las Letras, irreprochable, mantiene el texto con la misma fuerza que tiene el original italiano.

Santos Domínguez