26/3/07

La cosa en sí


Andrés Trapiello.
La cosa en sí.
Pre-Textos. Valencia, 2006

Yo no soy un misántropo. Me gusta la gente, tengo curiosidad por sus vidas, me enternecen a veces, me irritan otras. A un misántropo la humanidad le importa poco. A mí no. Creo en la vida. Si no, no me levantaría a las siete y media todos los domingos para venir al Rastro.


Hace ahora veinte años, Andrés Trapiello escribía los primeros párrafos de El gato encerrado, el diario de 1987 que iba a ser la primera entrega del Salón de pasos perdidos, que con la reciente La cosa en sí que acaba de publicar Pre-Textos llega ya a su tomo decimocuarto.

Diario y novela en marcha, hay en toda la serie una evidente unidad de tono, marcada por ese uno tan barojiano, achicado y melancólico en el que se incluyen ambiguamente el narrador y el diarista, y sobre todo una misma mirada sobre el mundo. No exactamente una mirada autobiográfica, porque ese narrador es un personaje parcialmente inventado. Quien atraviesa ese salón de pasos perdidos no es el autor sino una voz narrativa que en parte aprovecha la experiencia vital del autor y en parte la reinventa.

Híbridos de novela y de dietario, los sucesivos volúmenes de esta obra en marcha se levantan sobre una calculada ficción que con frecuencia los aleja de lo confesional. O quizá, para decirlo con más exactitud, son más confesionales cuando menos lo aparentan y viceversa.

La mirada autocompasiva, a veces piadosa y a veces despegada y solanesca, del personaje barojiano que recorre estas páginas es una mirada herida por el tiempo, con una apetencia de ataraxia que recuerda a su modelo y recorre un Madrid que a veces parece el de La busca y a menudo parece revivir al mejor Galdós, presencia y homenaje constante en toda la serie, recorrida por esa referencia y por estas otras que enumera el autor:

un paseo hasta la Cuesta de Moyano, una visita al Museo del Prado, el Rastro, mi mujer, otras, entrevistas, soñadas, vagamente deseadas, tres o cuatro viajes por España en el oficio de escritor comisionista, la vida en Las Viñas, el ruar por las calles de Madrid, algunos amigos, algunos colegas, el amor a las gentes y a las cosas... todo ello igual y distinto, como un don que no se merece.

Entre esos amigos, quizá ninguna presencia más memorable y querida que la de Ramón Gaya, que sigue proyectando su sombra grande y admirable en estos diarios, con la misma capacidad de absorber la atención del lector durante unos días.

Como en las Bagatelas de otoño, el último tomo de las memorias de Baroja, está aquí, azaroso y humilde, el reflejo de la vida. Y como en la vida real, tiene el texto sus días mejores y sus días peores, aquí también el lector se aburre alguna que otra vez, a veces se enfada o se indigna, otras veces se conmueve o se divierte. O lamenta alguna que otra errata o algún despiste como llamar Izco al galdosiano Ido del Sagrario. Se entiende la confusión porque hubo un Izco de la Iglesia que tuvo cierta notoriedad en el proceso de Burgos.

Y sabe el lector que recordará siempre la memorable escena insular en la que Leopoldo Mª Panero va avanzando puestos en una conferencia de Trapiello en Las Palmas hasta llegar a la primera fila y saludar como quien gana la etapa reina del Tour.

O el episodio del gato que, como en la época de Cansinos Assens o de Eugenio Noel, tan presente en este volumen, se suicida tirándose al vacío desde el Viaducto.

Y al final se le hacen pocas las más de setecientas páginas y espera esas otras entregas que ya tienen título y que irán apareciendo año tras año y le dejarán a uno contagiado de ese estilo barojiano y de esa tristeza como de final de la tarde de un domingo que hay en toda la serie.

Santos Domínguez