23/3/07

Retrato del artista atribulado


Miroslav Krleza.
El retorno de Filip Latinovicz.
Traducción de Jadranka Vrsalovic-Carevic.
Minúscula. Barcelona, 2007.


Minúscula acaba de publicar en su colección Paisajes narrados la novela El retorno de Filip Latinovicz, de Miroslav Krleza( Zagreb, 1893-1981).

Es, antes que nada, un descubrimiento sorprendente. Esta es la primera vez que se traduce al español una obra de Miroslav Krleza, un escritor croata desconocido en España, un hombre que tuvo una vida atormentada y desempeñó un papel muy activo en la vida cultural de su país. Escribió una obra amplia que exploró prácticamente todos los géneros, poesía, teatro, crítica literaria, cuentos y novelas, a una altura que le equipara a la importancia de otros autores centroeuropeos, como Musil, Svevo, Broch o Gombrowicz.

Una de las pocas referencias que se tenían de él hasta ahora en España eran estas palabras que Magris le dedicó en El Danubio:

Es un escritor poderoso y excesivo, desbordante de vitalidad elemental y de una vastísima cultura plurilingüística y supranacional. Es el poeta del encuentro y del enfrentamiento entre croatas, húngaros, alemanes y demás gentes del mundo danubiano; es un escritor sobrecargado de cultura y de furor, un intelectual y un poeta expresionista que ama la discusión ensayística pero también los saltos y las fracturas, los desgarros agresivos y la invectiva sarcástica.

El retorno de Filip Latinovicz, una novela fechada en 1932, tiene como eje la figura de un pintor en crisis creativa y vital que vuelve a su país para buscar sus raíces y reencontrarse con su pasado y consigo mismo:

Estaba amaneciendo cuando Filip llegó a la estación de Kaptol. Hacía veintitrés años que no había vuelto a poner los pies en ese rincón, y sin embargo todo seguía resultándole muy familiar: los tejados babeantes y podridos, y el bulbo sobre la torre de los Frailes, y la casa de una planta, gris y descolorida por el viento, al final de una alameda sombría. La cabeza de Medusa de yeso sobre la puerta de roble maciza y guarnecida de herrajes, y el pomo frío. Veintitrés años habían pasado desde aquella mañana en que había llegado arrastrándose hasta esa puerta como el hijo pródigo: estudiante de séptimo en el instituto, le había robado un billete de cien a su madre y se había pasado tres días y tres noches bebiendo y corriéndose juergas con prostitutas y camareras, para al volver encontrarse la puerta cerrada con llave y quedarse en la calle, y desde entonces vivía en la calle, hacía ya muchos años, sin que nada hubiera cambiado realmente. Se paró ante la puerta hostil y cerrada e, igual que aquella mañana, creyó experimentar la sensación del tacto frío y metálico de aquel pomo pesado, macizo, en la palma de su mano: sabía que esa puerta se le resistiría cuando la empujara, y sabía que las hojas se movían en las copas de los castaños, y oyó el aleteo de una golondrina que levantaba el vuelo por encima de su cabeza, y había tenido (aquella mañana) la impresión de estar soñando; estaba todo sucio, cansado, falto de sueño, y sentía que algo se deslizaba por el cuello de su camisa, probablemente una chinche. Nunca olvidaría aquel amanecer oscuro, ni aquella última, tercera noche ebria, ni aquella mañana gris —mientras viviera.

Con la disolución del imperio austrohúngaro como fondo de ese viaje personal hacia un pasado que ya no existe y que es irrecuperable, El retorno de Filip Latinovicz traza una alegoría de aquella Europa en decadencia, nos da una imagen de la historia de aquella Europa entre dos guerras, y admite una tercera lectura aún más sombría como una interpretación de la existencia.

El pintor vuelve a la dolorosa memoria de su origen bastardo, a la frialdad distante su madre, la estanquera Regina que lo había expulsado de casa veintitrés años antes, tras una infancia amargada por los rumores sobre la paternidad episcopal de su persona.

En la ciudad sombría, las viviendas lóbregas, la fetidez manchada de hollín, la lluvia sucia y el humo gris son el decorado inhóspito que acentúa el fracaso y el desarraigo personal del protagonista en medio del naufragio colectivo:

Pasan las gentes, y en sus intestinos tenebrosos llevan cabezas de gallina hervidas, ojos tristes de pájaro, piernas de vaca, ancas de caballo, y anoche esos animales aún movían la cola alegremente, y las gallinas cacareaban en los gallineros en la víspera de su muerte, y ahora todo eso ha ido a parar a los intestinos humanos, y todo este movimiento y toda esta gula se pueden resumir en una sola palabra: vida en las ciudades de Europa occidental en el ocaso de una vieja civilización.

Y la niebla engulle el pasado y con él la memoria y la identidad. En el lodo de Panonia se pudre la vida en esta novela de fuerza sombría, de una luz dura en la que asoma a veces la máscara libidinosa de una madre irritante como asoman personajes espectrales dotados de una fuerza oscura, bajo una lluvia que forma parte del paisaje y anega poco a poco esas vidas de barro sucio y frío en un hedor a trapos viejos y húmedos.

La vejez, la soledad, la esterilidad de la melancolía, el desagosiego y la desorientación acaban por transmitir su desasosiego al lector. Porque esta es una novela imprescindible y conmovedora, de innegable altura literaria pero de una dureza extrema.

La espléndida traducción de Jadranka Vrsalovic-Carevic ha resuelto con brillantez el reto de poner en español un texto repleto de párrafos como este, que habría podido firmar Virginia Woolf:

Allí, en esos mismos campos arados, había existido una vez la Panonia de los césares, con sus ciudades de mármol, sus fundiciones y sus talleres artísticos, en los que unos cinceladores talentosos habían moldeado con sus propias manos esa figura tan maravillosa. La vida hervía en las ciudades, en los teatros resplandecían las antorchas, había aplausos, vino, ovaciones, entusiasmo. Los actores representaban obras de Plauto y tragedias griegas, y la pequeña Anica llora ahora sobre esas tumbas, y gruñen los cerdos. Sólo gruñen los cerdos, y cae la noche, y todo se hunde en el crepúsculo, como aquel hormiguero muerto allí arriba, en el claro: las bóvedas, los edificios, los acueductos, los postes indicadores, las estatuas y un ocaso en el que ningún ser vivo es capaz de crear con sus manos un juguete tan perfecto como ese, con el que habían jugado aquellos difuntos decadentes que yacen ahora bajo nuestros pies.

Santos Domínguez