24/10/07

Exploradores del abismo



Enrique Vila-Matas.
Exploradores del abismo.
Anagrama. Barcelona, 2007.


Voy pensando que un libro nace de una insatisfacción, nace de un vacío, cuyos perímetros van revelándose en el transcurso y final del trabajo. Seguramente escribirlo es llenar ese vacío. En el libro que terminé ayer, todos los personajes acaban siendo exploradores del abismo o, mejor dicho, del contenido de ese abismo. Investigan en la nada y no cesan hasta dar con uno de sus posibles contenidos, pues sin duda les disgustaría ser confundidos con nihilistas. Todos ellos han elegido, como actitud ante el mundo, asomarse al vacío. Y no hay duda de que conectan con una frase de Kafka: «Fuera de aquí, tal es mi meta.»

Enrique Vila-Matas ha contado alguna vez que después de terminar Doctor Pasavento tenía la sensación de estar al final de un camino, ante un abismo. A sondear el precipicio, a explorar el abismo se dedican los diecinueve textos de Exploradores del abismo, que publica Anagrama y que cierran como epílogo unas líneas de Peter Handke en El peso del mundo:

Sostenía yo maquinalmente el bolígrafo apuntando hacia las cosas. Cuando me di cuenta, lo desvié de inmediato en otra dirección, en la que no había nada.

En el otro extremo del libro, Café Kubista, el texto inicial porque funciona como prólogo, aunque es el último que escribió, explica Vila-Matas el proceso que le llevó a recuperar la narrativa corta:

Estoy seguro de que no habría podido escribir todos esos relatos si previamente, hace un año, no me hubiera transformado en alguien levemente distinto, no me hubiera convertido en otro. Justo es decir que el cambio se produjo con una sencillez abrumadora. Un colapso físico, acompañado de una rápida pérdida de peso, contribuyó a ello. De pronto, tuve la sensación de haber heredado la obra literaria de otro y tener ahora tan sólo que gestionar su obra. Desde entonces, soy alguien que necesita de las leves discordancias con el antiguo inquilino de su cuerpo, discrepar con él ligera y sutilmente y, siempre que pueda, a modo de redundancia jocosa, hacerle perder peso en sus razonamientos.

Así pues, tras mirar su propio abismo, el narrador/autor intenta ser otro y emprende la búsqueda de nuevos caminos para ir en su escritura más allá de la trilogía metaliteraria de Bartleby y compañía, El mal de Montano y Dr. Pasavento:

Quién sabe si terminar un libro de cuentos no es como vaciar de golpe un cubo en el Café Kubista. Ver vaciarse todo y conocer su contenido, saber perfectamente de qué se ha llenado todo. Y saberlo en medio de un clima risueño, discreto y geométrico. Un clima en el fondo alegre. Porque mis constantes vitales de esta mañana son el sol que saluda los despertares, el descubrimiento del placer de ser cortés, la revelación algo tardía de que todo es excepcional, el despliegue de gentileza en el trato a las personas, la impresión de vivir en plena tempestad de calma, la satisfacción de haber perdido unos kilos, la gestión de la herencia literaria del antiguo ocupante de mi cuerpo, el abordaje suave de una lógica espartana del trabajo, la creencia de que los gordos son los demás, la utilización de la ironía templada como rasgo de elegancia, de tímida felicidad, en definitiva.

Este es un libro que se puede leer como un conjunto trabado de relatos breves, pero también como los capítulos sucesivos de una novela peculiar, en el territorio peligroso e incierto de la literatura y de la vida, con la ambigüedad de la primera persona, cuyo carácter borroso se sitúa en la frontera del sueño y la realidad, la vida y la ficción, el autor y el narrador.

Un libro hecho con relatos, novelas cortas y ensayos, con formas literarias inestables, pero también con hilos conductores como el equilibrista Maurice Forest-Meyer, que aparece en casi todos los textos acompañado de Delia Dumarchey, la mujer tuerta de elegante cojera y legendario ojo de cristal. Ese funambulista es a la vez un elemento unificador y la metáfora de quien, como el escritor, se mueve sobre el vacío y ha hecho del abismo su medio.

La ironía constante y el distanciamiento unifican además el tono de unos textos escritos a veces con ritmo lento de novela, otras veces con alusiones metaliterarias y hasta con personajes normales.

La decisión de escribir sobre historias de la vida cotidiana es el tema del más irónico de los textos: La gota gorda, un relato que abre y cierra la posibilidad de una nueva manera narrativa de Vila-Matas, que culmina en ese texto y en el libro un viaje de ida y vuelta. Y lo hace con sentido festivo, no trágico, porque comprende que en el centro de la fiesta está el vacío, pero en el centro del vacío hay otra fiesta, como intuyó Roberto Juarroz en versos memorables y verticales evocados por Vila-Matas, o por el fingidor que escribe en ese relato:

He sudado la gota gorda con las secreciones y exudaciones de mis personajes, he hecho un esfuerzo increíble por mostrar ‘apego a la existencia normal de las personas normales’. Y últimamente me siento ya bien adaptado a mi nueva asquerosa vida [...] Me he dedicado a hablar de seres corrientes y vulgares, es decir, de individuos amostazados, apopléticos y analfabetos, pero lo he pasado mal, muy mal. Y todo para que dijeran que he cambiado un poco de estilo. [...] Creo que en el fondo me fascinan todas esas señoras y señores tan enormemente vulgares, con su nariz y su hígado y su patata y en fin, con todas esas cosas tan bien puestas y su existencia normal de personas normales, normalísimas. Además, ¿pero qué diablos?, ¿acaso no se trataba de cambiar de estilo?”

Pese a todo, este es un paso adelante en la narrativa de Vila-Matas, que ha ido más allá de una fórmula y de la autorreferencialidad ficticia y ha escrito en La gloria solitaria, el penúltimo texto del libro una excelente reflexión en la que se unen narrativa y ensayo, Thomas Bernhard y Glen Gould, Walser y Benjamin, DeLillo y Thelonius Monk y los registros más personales y brillantes de Vila-Matas para trazar su poética.

El homenaje a Chejov en Fuera de aquí, el autofictivo ladrón de gestos y frases en el autobús de la línea 24 (La Modestia) y, ya cerca de la novela corta y como eje de la obra, los excelentes Niño y Porque ella no lo pidió son los relatos en los que un Vila-Matas tan paradójico como siempre, tan brillante como en sus mejores páginas, alcanza la mayor altura de un libro que es también un puente levantado sobre el abismo.

Los lectores normales disfrutarán con estos relatos. A los mutantes seguirá sin gustarles. Mala suerte.

Santos Domínguez