28/3/08

Beaumarchais en Sevilla


Hugh Thomas.
Beaumarchais en Sevilla.
Traducción de Eva Rodríguez Halffter.
Planeta. Barcelona, 2008.


Además de una ciudad, Sevilla es una idea, y sobre todo un escenario. Quizá eso explique por qué alguien que no estuvo nunca en Sevilla, como Beaumarchais, escribiera El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro, que sirvieron de base a los libretos operísticos de Rossini y de Mozart.

Quizá eso explica también que Hugh Thomas haya titulado este libro de manera paradójica Beaumarchais en Sevilla.

¡Pero si Beaumarchais no estuvo jamás en Sevilla! No; ni Mozart, ni Rossini. Ni tampoco, para el caso, fueron allí Bizet, Verdi o Beethoven, aunque todos situaron obras famosas en esta ciudad o en sus alrededores. Pero, pese a ello, estos hombres hicieron de Sevilla lo que es, o al menos lo que creen que es fuera de España, y sus personajes, como (en el caso de Beaumarchais) Fígaro y el conde de Almaviva, Rosina y Susana, son los sevillanos de mayor fama mundial.

¿De dónde extrajo información aquel exrelojero brillante y ambicioso para escribir esos dos textos sin ver el Guadalquivir? Tal vez de los ambientes sociales que frecuentó y de los sainetes de don Ramón de la Cruz, sugiere Thomas. Y el mismo Beaumarchais escribió en la introducción de El barbero de Sevilla:

Los argumentos extravagantes son más creíbles si se presentan en un escenario artificioso o fantástico.

Y es que Beaumarchais no estuvo en aquella ciudad, que era la capital económica del Imperio, pero sí en Madrid, entre mayo de 1764 y marzo de 1765. Sobre la actividad del francés en la capital, rastreada en su correspondencia y notas, Hugh Thomas ha elaborado un ameno ensayo, una vivísima reconstrucción de los ambientes que frecuentó en aquel Madrid de la plenitud ilustrada de Carlos III en el contexto de una edad dorada en España y en Europa.

Como en Versalles, Beaumarchais deslumbró a las mujeres de la nobleza española, fascinó a los aristócratas y siguió empeñado en ascender en aquella sociedad ilustrada y anterior a la revolución francesa.

Había llegado a Madrid en plenas fiestas de San Isidro para resolver un asunto de honor familiar que afectaba a su hermana Lisette, deshonrada por Clavijo Fajardo, un enciclopedista ilustrado que acabó cayendo en desgracia ante el rey como consecuencia de este asunto.

Durante los diez meses que duró su estancia se sintió en Madrid como en su casa y aprovechó sus contactos para intentar obtener un contrato de tráfico con esclavos en el imperio español o una licencia para comerciar con la Luisiana. Dos ambiciones frustradas, como alguno de los cobros fallidos de algunas deudas aristocráticas.

En esos meses frecuentó a la marquesa de Croix, un proyecto de amante que quería compartir con el rey para intervenir de manera influyente en la corte. La tendencia a la castidad de Carlos III también frustró el plan, el más ambicioso de los que tramó aquel refinado muñidor.

Cuando se fue de España en marzo de 1765 ya llevaba en la cabeza las situaciones y los personajes que emplearía en la trilogía de la que forman parte esas dos piezas sevillanas.

No hace falta decir que esa Sevilla no es real, aunque fijó en Europa una imagen superficial de la ciudad, un tópico que luego fomentaron los viajeros de finales del XVIII y principios del XIX y algo más tarde la peor literatura folclórica y saineteril que transmitió la imagen de la Andalucía romántica y pintoresca.

Luis E. Aldave