18/3/09

Los cosacos

Lev Tolstói. Los cosacos.
Traducción de Fernando Otero.
Atalanta. Gerona, 2009.

Señalaba Harold Bloom que todo lo que escribió Tolstói es inconcebiblemente legible, porque el lector tiene la impresión de que es la naturaleza la que se encarga de la escritura.

Esa legibilidad es especialmente intensa en la narrativa breve del ruso, que dio una de sus primeras y más acabadas muestras de talento en Los cosacos, una novela corta de base autobiográfica. El origen del texto hay que situarlo en 1851, cuando un Tolstói joven y refinado se alista como teniente en el ejército ruso y va con su hermano Nikolai al Cáucaso. El contacto con los cosacos, la fusión de naturaleza y libertad y el descubrimiento del espíritu de aquel paisaje provocaron una primera sacudida importante en la mentalidad de aquel militar que aún no había cumplido los 23 años y estaba empezando su carrera literaria. Ese mismo año se rindió a los rusos en el Cáucaso Hadji Murat, que protagonizaría más de medio siglo después una de las cimas novelísticas de Tolstói.

La experiencia militar de Tolstói terminó en 1856, pero su impresión permanecería para marcar la literatura y la forma de ver la vida que reflejaría en sus obras. De hecho tuvieron que pasar varios años antes de que aquella experiencia iniciática de entrada en la madurez tomara carta de naturaleza narrativa en Los cosacos, una novela corta que apareció en 1863 y que acaba de editar Atalanta con traducción de Fernando Otero.

No es todavía el Tolstói de Guerra y paz, el libro portentoso que empezó a escribir ese mismo año, pero en este relato espléndido y potente están en germen algunas de las constantes de su literatura. Aunque aún lastrada, como sus primeros relatos, de un romanticismo residual y de un exceso de elementos autobiográficos, la narración plantea ya una épica del paisaje, una mezcla de acción y reflexión moral, un equilibrio entre el individuo y la colectividad que habrían de alcanzar su cima narrativa en Guerra y paz.

El relato absorbe la atención del lector desde su espléndido comienzo con tres señoritos trasnochadores que despiden en una madrugada moscovita a uno de ellos. Su vida trivial ha sido un error hasta entonces. Es el protagonista, Dmitri Olenin, un joven ocioso y desorientado que marcha como cadete al Cáucaso. Tiene 24 años y es una indisimulada contrafigura de Tolstói, que tuvo la misma experiencia a la misma edad.

Ese es el punto de partida de un texto que opone el refinamiento decadente de los salones moscovitas a la naturaleza y la libertad, la superficialidad abúlica de los jóvenes aristócratas a la vida elemental y feliz de los cosacos, encarnación del ideal nieztscheano de la felicidad y la plenitud de la vida de acción.

Como Tolstói, consciente de que a partir de entonces le espera otra vida, Olenin es un joven en busca de sí mismo y de la libertad, que encuentra entre los cosacos:

Cuanto más toscos eran aquellos individuos, cuantos menos signos de civilización exhibían, más libre se sentía Olenin.

Libertad, mística y épica de la estepa y de un paisaje montañoso que tiene mucho de revelación y de epifanía:

"¡Aquí es donde empieza todo!", se decía Olenin, esperando impaciente la visión de las montañas nevadas de las que todo el mundo le había hablado.

La fuerza descriptiva para transmitir el impresionante paisaje de las montañas del Cáucaso, la mezcla de reflexión moral, autobiografía y análisis antropológico, la presencia de personajes inolvidables (Marianka, Lukasha, el tío Yeroshka), la búsqueda del sentido de la existencia son algunas de las notas más destacables de Los cosacos, una de las novelas más intensas del más legible Tolstói.


Santos Domínguez