17/3/10

El oficio de poeta. Miguel Hernández


Eutimio Martín.
El oficio de poeta.
Miguel Hernández.

Aguilar. Madrid, 2010.

Con una elocuente cita de Condorcet (Los pueblos que tienen por educadores a sus sacerdotes no pueden ser libres) abre Eutimio Martín El oficio de poeta. Miguel Hernández, una amplia y rigurosa biografía que publica Aguilar que se inicia con este párrafo introductorio:

Miguel Hernández tenía 31 años cuando le fallecieron en 1942. Nos legó una obra que, en su edición crítica, incluida la correspondencia, abarca tres millares de páginas. Sin embargo, una rara adversidad presidió tan considerable labor. Desde que en 1930, a los 20 años, publicó su primer poema en la prensa local de Orihuela, sólo dispuso de 12 años de vida, la mitad de ellos en la guerra y en la cárcel. Desde los 14 hasta los 20 años tendrá que escribir sus poemas sobre el lomo de una cabra. Es su mesa de trabajo desde que su padre, cabrero, le privó del pupitre de la clase sin dejarle ni siquiera terminar primero de bachillerato. La mesa de su habitación, sobre la que sigue trabajando sus versos cuando llega a casa con el rebaño, no le resulta mucho más estable que una cabra, porque su padre se la derriba de un puntapié en cuanto le sorprende «gastando luz en balde».

Quien fue uno de los poetas más populares del siglo XX se construyó una biografía a la medida de su poesía y trabajó en ella tanto como en su obra. Su empeño constante -de ahí el título de este libro- fue convertir la poesía en su oficio y promocionar a toda costa su carrera literaria. Esa es una de las razones por las que en Miguel Hernández vida y obra, trayectoria biográfica y evolución poética van tan unidas.

Eutimio Martín ha tenido que ir desmontando tópicos sucesivos: la miseria del pastor poeta, la imagen del poeta del pueblo y del mártir de la libertad son algunos de esos tópicos que fijaron una idealización excesiva de su figura o su rebajamiento a la condición del memo inocente o del cándido provinciano que no fue nunca Miguel Hernández.

Una idealización que ha dado lugar a versiones ridículas hasta sobre el color de sus ojos: azules, según Aleixandre, verdes, según Josefina Manresa, oscuros según Octavio Paz, pardos según la ficha carcelaria.

Esa misma tendencia a la hagiografía ha construido la escena absurda de un Miguel Hernández que escribe su despedida en la pared de la celda y ha dado lugar a otras falsificaciones como la imagen abnegada de una mujer que apenas iba a verle a la cárcel y que amargó sus últimos meses de vida.

Frente a este tipo de excesos, El oficio de poeta. Miguel Hernández es una reconstrucción rigurosa del itinerario vital y literario de un poeta que no fue tan ingenuo como a veces se le ha querido mostrar. Como su obra, su figura muestra una suma de contrastes, una mezcla de luces y sombras, de vanidad y dignidad ética. Tuvo un carácter áspero y la presunción o la prepotencia le ocasionaron más de un problema. Es el icono del poeta del pueblo, pero antes había escrito una obra abiertamente contrarrevolucionaria con la que se convirtió en portavoz poético del catolicismo más tenebroso e intransigente que luego lo dejó morir en las cárceles del franquismo y contribuyó a su pesar a fijar la imagen del poeta comprometido con el pueblo.

De la mezcla indisociable de vida y literatura en Miguel Hernández surge la necesidad de recurrir en obras como esta de Eutimio Martín no sólo a los documentos y las declaraciones testimoniales de quienes lo conocieron, sino al comentario pormenorizado de algunos textos hernandianos que ilustran episodios biográficos o reflejan una ideología o una actitud vital.

Organizado en cuatro apartados -Nacimiento y formación de un poeta (1910-1932), El ingreso en la literatura (1932-1935), El espaldarazo (1936-1939) y Persecución y muerte (1939-1942)- y 32 capítulos, el estudio de Eutimio Martín arranca en Orihuela para desmentir el mito de la pobreza familiar, explora su relación con Ramón Sijé, analiza Perito en lunas como primera manifestación de una voz personal, pasa por el fascismo eucarístico oriolano y por la tauromaquia a lo divino de El torero más valiente, por la ruptura con la provincia y el complejo proceso de amores y rechazos que dio lugar a El rayo que no cesa, por el muslo hospitalario de Maruja Mallo, por las circunstancias de la guerra y la poesía para la trinchera de Viento del pueblo, por el horizonte nublado de El hombre acecha, por la persecución y la condena, por el «turismo penitenciario» en las cárceles franquistas, por el Cancionero y romancero de ausencias y la muerte entre la cruz y la pared.

Por acción u omisión, como les gusta matizar en su lenguaje resbaladizo, dechados de piedad como el canónigo Almarcha le dejaron morir una vez que concluyeron que Miguel Hernández les había traicionado cuando su poesía dejó de ser "viento de Dios" para ser "viento del pueblo".

Lo explica Eutimio Martín en estos términos:

Ni la vida, ni la obra, ni la época de Miguel Hernández cobran sentido sin tener en cuenta el papel determinante de la Iglesia católica. Ella le aupó al ejercicio de la literatura y ella le abandonó a su suerte miserable en el infierno de las cárceles franquistas. Fue el precio que le obligó a pagar por pasar, de presunto poeta al servicio de la Iglesia, a poeta efectivo, emblemático, de la revolución. Habiendo dejado de considerar a su poesía «viento de Dios» para situarla en la categoría de «viento del pueblo», Miguel Hernández, atrapado entre la cruz y la pared, dignificó el oficio de poeta hasta límites heroicos al asumir con el pago de su vida el compromiso contraído consigo mismo y con el pueblo español.

El modelo seguido por Eutimio Martín es el de la biografía de tradición francesa que busca el resorte que impulsa a la vez la vida y la obra de un escritor y analiza minuciosamente las relaciones de ida y vuelta de la literatura y la biografía. Unas relaciones tan intensas que todo intento de biografía de Miguel Hernández acaba siempre en algo más: en una monografía abarcadora que se proyecta sobre la obra del poeta. Es lo que ha ocurrido también en los estudios precedentes de Vicente Ramos, Concha Zardoya o José Luis Ferris.


Santos Domínguez