29/9/10

El día del juicio


Salvatore Satta.
El día del juicio.
Traducción de Joaquín Jordá.
Anagrama. Barcelona, 2010.


Reanudo, después de muchos meses, este relato que tal vez nunca hubiera debido comenzar. Envejezco rápidamente y siento que me preparo un triste final, ya que no he querido aceptar la primera condición de una buena muerte, que es el olvido. Es posible que no existan don Sebastiano, doña Vincenza, Gonaria, Pedduzza, Giggia, Baliodda, Dirripezza, todos los demás que me han conjurado a liberarles de su vida; soy yo quien los ha evocado para liberarme de la mía sin medir el riesgo a que me exponía, el de convertirme en eterno. (...) Para conocerse hay que desarrollar la propia vida hasta el fondo, hasta el momento en que se entra en la fosa. Y también entonces hace falta que exista alguien que te recoja, te resucite, te cuente a ti mismo y a los demás como en un juicio final. Es lo que yo he hecho en estos años, lo que quisiera no haber hecho y lo que seguiré haciendo, porque ahora ya no se trata del destino ajeno, sino del mío.


Así termina El día del juicio, una de las novelas más absorbentes y deslumbrantes de la literatura europea en los últimos cuarenta años. La escribió casi en secreto Salvatore Satta (1902-1975), jurista nacido en Nuoro, Cerdeña, donde transcurre esta obra póstuma, publicada por primera vez en 1977 y reeditada en 1979 en la editorial Adelphi, con mayor difusión. A partir de ese momento se convirtió en una novela de enorme éxito internacional, traducida a las principales lenguas de cultura y ensalzada por la crítica como una obra maestra.

En 1983 Anagrama la publicó con la traducción de Joaquín Jordá que se rescata ahora en la colección Otra vuelta de tuerca, en la que añade como prólogo el texto (Mil años de soledad) que George Steiner dedicó a la traducción inglesa de la novela, a la que califica como "una de las obras maestras de la soledad en la literatura moderna, tal vez en toda la literatura."

La peripecia previa a esas ediciones es casi otra novela. La familia de Satta encontró el mecanoscrito entre sus viejas cartas y, algo después, en una agenda, el manuscrito de El día del juicio, una obra con la que su autor entra con potencia en la historia de la novela italiana.

Había empezado a redactarla en 1970 como un doloroso ejercicio de evocación del Nuoro de su infancia, como una narración con claves autobiográficas que van poblando una larga serie de personajes a partir de la familia Sanna Carboni y de la figura del notario Sebastiano Sanna, una indisimulada evocación de su propio padre.

Desde ese eje de referencia, El día del juicio se convierte en una novela coral, en una evocación que conjura presencias fanstasmales y recuerdos de la infancia, a medio camino entre las lápidas de la Antología de Spoon River y las danzas de la muerte.

Pero El día del juicio - un libro de los muertos y para los muertos, como dice Steiner- es una novela póstuma no sólo en las circunstancias de su publicación, sino en su enfoque. Desde esa conciencia póstuma, la mirada comprensiva y benévola del narrador mantiene una perspectiva distante hacia esa Cerdeña crepuscular.

Una mirada casi cinematográfica que recuerda la voz en off de las películas neorrealista y que se dirige hacia ese Nuoro que no era más que un nido de cuervos, habitado por los muertos, un lugar tan desolado y ardiente como la Comala cristera, ventosa y seca, de Juan Rulfo.

Porque esta no sólo es una novela de personajes. Es también y en gran medida la materialización narrativa de la isla de Cerdeña, de un territorio, un ambiente y un paisaje en que lo social se confunde con la extrema dureza de unos factores físicos y geográficos que condicionan la vida de los habitantes de ese lugar insular y árido, al margen de la Historia, situado fuera del tiempo o suspendido en un tiempo inmóvil.

La gente de Nuoro parece el cuerpo de guardia de un castillo de mala muerte: tenebrosos, hoscos, hombres y mujeres, con un traje austero, que apenas rinde un mínimo tributo al halago del color, la mirada atenta para la ofensa y la defensa, desmedidos en el beber y en el comer, inteligentes y desconfiados. ¿Cómo es posible que de esas serenas marionetas pudieran surgir estos personajes trágicos?

Un lugar inhóspito, de demoniaca tristeza, donde la muerte es eterna y efímera y se sobrevive en medio de la adversidad y la aspereza de la tierra, que acaba aniquilando a sus habitantes y se convierte en el verdadero núcleo de la novela. Un lugar cuya verdadera y única historia es el día del juicio.

Pero más allá de su localismo y de su valor testimonial sobre la vida cotidiana, la sociedad y el poder en la Cerdeña de finales del XIX y comienzos del XX, El día del juicio es una reflexión de valor universal sobre la condición humana, sobre la familia, la sumisión, las diferencias sociales, la tradición y el progreso o el sentido de la existencia.

Porque Nuoro, con sus 7051 habitantes (la mitad de ellos alcoholizados), sus múltiples historias y con su centro y su lugar común en el cementerio, es la ciudad de los muertos, un microcosmos representativo, una imagen simbólica –más universal cuanto más local- del mundo.

Y Satta lo cuenta desde la otra orilla, con una prosa tan seca como el paisaje y la tierra de Nuoro, pero de una enorme efectividad artística.

Santos Domínguez