20/9/10

Montaigne. La educación de los hijos


Michel de Montaigne.
La educación de los hijos.
Traducción de Ezequiel Martínez Estrada.
Prólogo de Adolfo Castañón.
Veintisiete Letras. Madrid, 2010.

Estas páginas no son sino las divagaciones de un hombre que sólo ha gustado la corteza de las ciencias, y eso en su infancia, no habiendo retenido de ellas más que una informe imagen, un poco de cada cosa y nada de todo, a la francesa.

Con esa frase justifica Montaigne su escritura en La educación de los hijos, el primero de los tres ensayos que recoge en un volumen Veintisiete Letras en su colección In/mediaciones.

Cuando publicó sus Ensayos en 1580, Montaigne no sólo se convertía en uno de los padres de la modernidad. Estaba fundando un género que indaga subjetivamente en la realidad y que ahonda en el conocimiento de sí mismo:

Esto que aquí escribo son mis opiniones e ideas; yo las expongo según las creo atinadas, no para que se las crea. No busco otro fin que descubrirme a mí mismo.


Está aquí Montaigne en estado puro: el intelectual lúcido, el humanista comprensivo, el escritor irónico que repudia la enseñanza repetitiva y acrítica:

Debe el maestro hacer que el discípulo pase todo por el tamiz y que su cabeza no dé albergue a nada por la simple autoridad y crédito; los principios de Aristóteles, como los de los estoicos o los de los epicúreos, no deben ser para él principios absolutos. Que se le proponga diversidad de juicios: él escogerá si puede, y si no, permanecerá en la duda.

La defensa de la independencia de juicio y la propuesta de una educación que enseñe a vivir (porque se nos enseña a vivir cuando la vida ha pasado) es la base del ensayo que da título al volumen, que se complementa con otros dos ensayos, De la pedantería –o De los maestros-, un alegato contra la enseñanza memorística y maquinal:

Valiera más informarse de quién es el mejor, no del que sabe más. Trabajamos únicamente para llenar la memoria, y dejamos vacíos conciencia y entendimiento.

El tercer ensayo -De los libros- es el repaso del lector agradecido que fue Montaigne por sus autores preferidos, de Séneca a Boccaccio, de Virgilio a Plutarco.

Un Montaigne revitalizado en la memorable versión de Ezequiel Martínez Estrada, que –como escribe Adolfo Castañón en su prólogo- modernizó, refrescó y dio nuevo brío a la prosa de Michel de Montaigne.


Santos Domínguez