29/11/10

Guerra y paz


Liev Tolstói.
Guerra y paz.
Traducción de Lydia Kúper.
Seguida de Editar Guerra y paz.
El Aleph Editores. Taller de Mario Muchnik.
Madrid, 2010.

El Aleph Editores y El Taller de Mario Muchnik reeditan en la nueva colección de Clásicos Rusos la espléndida traducción directa del ruso de Guerra y paz que terminó Lydia Kúper en 2003. Esta reedición es una nueva invitación al viaje y a la relectura.

Para ver, junto al río Inn, al norte de Salzburgo, cómo Kutúzov pasa revista a las tropas zaristas.

Para estar con el príncipe Andrei Bolkonski el día antes de Austerlitz y después de la batalla, cuando, desde el suelo, herido, ve pasar a Napoleón.

Para entrar en los palacios de Moscú y en el Club inglés antes de que ardan.

Para ir a San Petersburgo con Bezújov y ser testigo de su ingreso en la masonería.

Para echarse a un lado cuando Napoleón atraviesa el Niemen y entra en Rusia.

Para oír los cañones cerca de la ciudad y el silencio de la nieve sobre las cúpulas.

Para oler la pólvora y la sangre y el barro mientras se comparten penurias con el ejército ruso.

Para conocer a Natasha. Y a Nesvitski.

Para acompañar a un Napoleón acatarrado antes de la batalla decisiva de Borodinó, donde se enfrenta (nos dice Tolstói) su incompetencia a la de Kutúzov, el viejo zorro.

Para no olvidar la tierra quemada y el Moscú vacío e incendiado que se encuentra Napoleón, la retirada de los franceses cuando se ha echado encima el invierno, y la descomposición de su ejército en la estepa nevada de noche.

Para volver a irritarse con esa insoportable segunda parte del epílogo, pretenciosa y altisonante.

Para entender que las noches anteriores a las batallas son más intensas y más inolvidables que las batallas mismas, como en el Enrique V de un Shakespeare del que Tolstói renegó y aprendió tanto. Del que aprendió, por ejemplo, que la víspera de Agincourt es una de las cimas de la literatura.

Y aunque nuestra perezosa imaginación visual apenas tiene que hacer ya un mínimo esfuerzo para ver las escenas que nos ha contado el cine, en otras épocas, y aún hoy, las descripciones de las batallas, sólo comparables a las de La Cartuja de Parma, siguen produciendo una enorme emoción en el lector actual.

Para estar con Andrei Bolkonski, inteligente y aburrido.

Y con Pierre Bezujov, bastardo y despistado en ese episodio del tricornio de un general que va desplumando hasta que su legítimo dueño le ruega que se lo devuelva.

Para conocer a todos los hombres en todas las situaciones y con todos los sentimientos.

Para todo eso ofrece esta reedición una nueva oportunidad. Y a todas esas razones se añade la de la fácil lectura en esta edición que para el Taller de Mario Muchnik preparó Lydia Kúper. Una excelente traducción en un papel ligero para un libro manejable a pesar de sus casi dos mil páginas de agradable tipografía para una lectura descansada.

Esta nueva edición añade a los anexos de personajes, resumen de episodios y notas un epílogo fascinante -Editar Guerra y paz-, que antes que epílogo fue un libro escrito por el editor Mario Muchnik desde la admiración por esa obra descomunal. Editar Guerra y paz cuenta la historia de un viejo deslumbramiento y del terror a que la novela se acabe, evoca la labor editorial en el impulso de una traducción que abarcó cuatro años y medio, casi el mismo tiempo que le llevó a Tolstoi la composición de la novela.

Este epílogo es también el diario de un lector apasionado y ejemplo de editores, la intrahistoria de la traducción que hizo Lydia Kúper, con casi 90 años, y el relato apasionado de esos cuatro años y medio que llevó la tarea.

Eran sólo seis meses menos de los cinco años intensos y extenuantes que Tolstoi confesaba haber dedicado a la escritura de Guerra y paz. Ese dato confirmaría que con los grandes libros la traducción se acomete como una empresa parecida a la de la construcción original.

Santos Domínguez

26/11/10

Félix Francisco Casanova




Félix Francisco Casanova.
Antología poética.
Cuarenta contra el agua.

Selección de Francisco Javier Irazoki.

Yo hubiera o hubiese amado.
Diario íntimo (1974).

Prólogo de Luna Miguel.
Demipage. Madrid, 2010.


Debes saber que a veces

soy como un entierro interminable,
siempre triste y azul
subiendo y bajando
por la misma calle.
Pero otras veces soy un río de risa
corriéndome por toda la ribera,
haciendo el amor a la mar,
una felicidad contagiosa,
un revólver de amor, nena,
y voy a disparar justo a tu corazón
¡bang, bang!
¿te di?
Quiero arrollarte, enrollarte y arrullarte,
montaña de aguardiente
y tarde rojiza.

Así termina Eres un buen momento para morirme, el último poema que escribió el canario Félix Francisco Casanova (1956-1976). Se lo dedicó a su novia, María José, y lo fechó el 14 de diciembre de 1975, justo un mes antes de su muerte en enero del año siguiente. Tenía poco más de 19 años y ya había empezado a convertirse en una leyenda al borde de un abismo; una leyenda que, alimentada por las circunstancias de su muerte prematura, no ha dejado de crecer desde entonces.

Precoz para la muerte y para la literatura, dejó escrita y publicada El don de Vorace, una asombrosa novela paródica que escribió en mes y medio. La ha reeditado Demipage, que acaba de publicar simultáneamente Yo hubiera o hubiese amado, diario íntimo de 1974, y la Antología poética. Cuarenta contra el agua, preparada por Francisco Javier Irazoki, que resume lo más significativo de La memoria olvidada, el volumen que en 1990 reunió la poesía completa de Félix Francisco Casanova.

Todo un acierto esa simultaneidad, porque los dos libros son complementarios. En el diario, un cercano autorretrato del artista adolescente, el poeta refleja sus lecturas y sus gustos, pone en orden su lucidez potente y en limpio los poemas que va escribiendo -casi todos de Una maleta llena de hojas, premiado con el "Matías Real" poco antes de su muerte-, y explica las raíces estéticas y vitales de las que surge su poesía, que se nutre tanto de la literatura como de la música. De hecho, como recuerda en el prólogo del diario su padre, el también poeta Félix Casanova -con el que escribió a dos manos Cuello de botella-, lo primero que compuso aquel precoz adolescente fueron letras de canciones en inglés.

Y es que muchos de sus textos, ajenos a la solemnidad, tienen el tono melancólico y ensimismado de un blues o manifiestan la temperatura brutal y autodestructiva de una letra de rock. Esas claves están ya presentes en El invernadero, su primer libro de poesía, que ganó el Premio Julio Tovar y fue publicado en mayo de 1974.

Lautreamont y Rimbaud, Coltrane y Mingus forman parte esencial del paisaje vital, sentimental y estético de Félix Francisco Casanov, en cuya poesía la libertad expresiva y la ambición imaginativa son el cauce para manifestar la rebeldía y la desavenencia radical con la realidad, como en uno de sus últimos poemas, Bocadillo de pájaros:

Extraño es el arte
de sufrir: se cultiva
en selvas y ciudades,
el semen negro y espeso
de una cicatriz de nieve.
Desde las plantaciones
al cuarto de alquiler
el mismo humo del sueño
nos excita como un pezón,
el vicio subterráneo
de los solitarios
extendiéndose
como un sangriento polen
en cada beso de raíz a raíz.
Los barcos cargan toneladas de cigarrillos
y las arañas se encienden en los hoteles.
Nadie se está quieto.
Es un asunto muy contagioso
este de la muerte.


Santos Domínguez

24/11/10

Jin Ping Mei


El erudito de las carcajadas.
Jin Ping Mei.
Volumen I.
Traducción, prólogo y notas de
Alicia Relinque Eleta
Memoria mundi. Atalanta. Gerona, 2010.

Reclinado sobre la almohada, le he echado un vistazo, y sus páginas desprenden una bruma erótica, decía en una carta de 1596 el letrado chino Yuan Hongdao a propósito de Jin Ping Mei. Es la primera mención que se conoce de una novela que seguiría creciendo manuscrita y rodeada de una leyenda trágica hasta su primera edición en 1617.

Los lectores de El nombre de la rosa recordarán que la clave de los asesinatos de la novela, perpetrados por un monje borgiano -que se llamaba transparentemente Jorge de Burgos- era la tinta envenenada. No es muy arriesgado suponer que Eco se inspiró para diseñar esa trama criminal en la leyenda que rodea al posible autor del Jin Ping Mei, Wang Shizhen (1526-1590), que vengaba con ese manuscrito envenenado la muerte de su padre.

Así recrea esa leyenda el magnífico texto introductorio de Alicia Relinque, que destaca como motor de la novela la piedad filial transformada en acto de justa venganza:

Leyó: Jin Ping Mei en verso y en prosa. El mensajero que le había entregado la caja de brocado que contenía el manuscrito le había susurrado al oído: «El amo dice que sólo puedes disfrutar de él tú, mi señor; que no lo lean otros ojos, sobre todo que ninguna otra mano roce sus páginas». Excitado, apartó la primera hoja y, al percibir el suave tacto del papel, pura seda, se dijo: «Se nota que el libertino sabe disfrutar. ¡Qué papel tan delicado para una novela vulgar!». Y no pudo evitar sentir un estremecimiento de placer al saberse uno de los pocos privilegiados que tenían acceso a ella (...) y siguió hasta el final del primer capítulo y quiso leer más. Y leyó su primer encuentro con Ximen Qing, el «ser depravado», y cómo éste la conquistó, y cómo se entrelazaron…, y siguió leyendo y leyendo, y leía y leía. Las hojas de aquel papel tan suave se dejaban pasar con dificultad, así que debía humedecerlas con la punta de los dedos para que se adhirieran mejor y poder así continuar leyendo…Entonces conoció a Chunmei y a Li Ping’er, y el calor se intensificaba en la parte inferior de su abdomen –el «campo de cinabrio» le decían–, y cada vez leía con más ansia, y más rápido pasaba las hojas, y más se humedecía los dedos que iban, incesantes, del papel a la lengua y de la lengua al papel. El calor se convirtió en fuego, y de pronto el fuego comenzó a ascender, y ya no resultaba tan placentero, se estaba convirtiendo en una especie de dolor ardiente y sordo en sus entrañas. Pero nada podía detenerlo, leía y leía y el dolor se acrecentaba mientras la vela se consumía destilando lágrimas…
Wang Shizhen permanecía sentado en la oscuridad de su estudio junto a la mesa donde reposaba vacío el frasco de veneno. No le parecía injusto sentenciar al hijo de Yan Song, verdugo del hombre al que más había admirado; no era más que la ley kármica, el ciclo de la retribución. Creyó oír en la lejanía unos alaridos que anunciaban un fin lento y doloroso. “Mi padre no conocerá a sus nietos, pero tú jamás los tendrás.”


Es posible que la escena no se desarrollara exactamente así. En realidad, esta leyenda sobre la maldición de la novela proba­blemente no fuera más que eso, una leyenda que hizo circular, allá en la China del siglo XVII -entre la caída de la dinastía Ming (1368-1644) y la instauración de la Qing (1644-1911)-, algún avispado editor a quien le interesaba despertar un entusiasmo morboso hacia esa obra que se disponía a lanzar al mercado.

Ambientada en el siglo XII y escrita casi quinientos años después, Jin Ping Mei es una espléndida novela y un retrato crítico del poder en la sociedad china de la época Ming. El título de la obra alude a los tres personajes femeninos centrales y en cuanto a su vengativo autor, se ocultó bajo un estrafalario seudónimo, El Erudito de las Carcajadas de Lanling, por dos razones tan verosímiles como decisivas: la sexualidad explícita de sus episodios y la crítica del poder y de la corrupción política que hay en sus páginas.

Tal vez esas dos razones combinadas expliquen también por qué esta obra que combina la crítica social y el fetichismo ha sido prohibida durante siglos y las peripecias de su desmesurado protagonista, el mercader Ximen Qing, han tenido que circular clandestinamente. Y no sólo por la razón más superficial, por su repetido carácter pornográfico, sino porque el ambicioso nuevo rico que lo protagoniza ejerce el poder de dos maneras: corrompiendo a los políticos con su influencia y proyectando ese poder a través de una desaforada sexualidad que no es más que una variante del mismo ejercicio insaciable de dominación.

Esa sexualidad compulsiva que es la otra cara de la ambición de poder contiene las claves de la autodestrucción del protagonista con una droga afrodisiaca que acaba provocando su ruina personal y el declive de su estirpe.

La edición de Atalanta, traducida directamente del original chino por la sinóloga Alicia Relinque, además de la primera que se hace en español, es también la versión más completa que existe en una lengua occidental del Jin Ping Mei.

De momento ha aparecido el primer volumen, con cincuenta de los cien capítulos de la obra y abundantes ilustraciones en color procedentes de un álbum del siglo XVIII y un centenar de dibujos en blanco y negro de la edición original de la novela. Para el año que viene está programada la aparición del segundo tomo de esta novela fundacional, escandalosa y ejemplar a un tiempo.


Santos Domínguez

22/11/10

La mujer muerta


Manuel Rico.
La mujer muerta.
Prólogo de Ana Rodríguez Fischer.
Rey Lear. Madrid, 2010.


Diez años después de su primera edición, vuelve a las librerías La mujer muerta, una novela de Manuel Rico que recupera Rey Lear en edición revisada por su autor y con prólogo de Ana Rodríguez Fischer.

La mujer muerta, la más extraña de las novelas de Manuel Rico, traza una inquietante metáfora de la creación artística, de sus incertidumbres y sus abismos. Describe un viaje interior, una bajada a los infiernos a través de la figura de su protagonista, el pintor Gonzalo Porta, que emprende una fuga de la nada a la nada, de la capital a Cerbal, un pueblo de la Sierra Pobre de Madrid, en la frontera del tiempo y del mundo. Una bajada a los sótanos de la conciencia y a la memoria oscura de un tiempo y un país.

Y así como hay un antes y un después de la Cueva de Montesinos en la experiencia y en la mirada de Don Quijote, la huida del pintor a ese lugar que está al margen del tiempo y del espacio es el principio de una travesía moral que reflexiona sobre la función y el sentido ético y social del arte.

Lo interior y lo exterior, el campo y la ciudad, la realidad y la fantasía, el silencio y el miedo, la niebla y el olvido, el bosque misterioso y la memoria colectiva son algunas de las claves de una novela que indaga en una realidad diferente marcada por un paisaje abrupto y solitario que desciende desde la altura ocre o negra de la pizarra hacia lo oscuro.

Desasosegante y obsesiva, en la búsqueda de sentido que articula La mujer muerta convergen el paisaje y el personaje, la vida y la literatura, el presente y el pasado, el sueño y la realidad a través de un túnel del tiempo que comunica 1987 y 1958 por un pasadizo que da al otro lado, al lado secreto de la realidad, al territorio misterioso de la creación.

Bajo un paisaje nuboso y un aire gris inundado por la neblina o la llovizna que difumina los contornos de las cosas, su intensa acción interior recurre al arte para atrapar el tiempo y encontrar la vida entre las sombras, porque el pintor ha buscado salir de la crisis volviendo al pasado, refugiándose en una zona segura y conocida de su memoria. El manuscrito fue el puente que, en conexión con sus recuerdos infantiles de esa zona de la sierra, acabó por llevarlo a Cerbal.

Hay una línea secreta que une la huida y la pintura de Gonzalo Porta con el mismo misterio que reflejan dos novelas que aparecen, cervantinamente, dentro de la novela: Tiempo deshabitado, el manuscrito de un autor muerto, y La frontera del tiempo, de Richard Scybilia, un novelista coetáneo de Hemingway desaparecido en España sin dejar rastro:

A veces pensaba en las consecuencias de la pesadilla de la noche del accidente, o en el pasado de Mateo, marcado por la violenta muerte del padre, o en las conversaciones que mantuvo, meses antes, con el tabernero. Pero lejos de encontrar en tales evocaciones la causa y el origen de sus desajustes anímicos, éstas se apuntaban como estaciones de un trayecto iniciado en la noche de insomnio de hacía un año: fue Tiempo deshabitado, el manuscrito del muerto, lo que desencadenó todo, solía decirse. Sabía que era absurdo achacar a aquella novela sus desavenencias, pero tenía la sensación de que alrededor de ella giraba todo: la decisión de aislarse en Cerbal, el retorno a un realismo oscuro, la aparición de Mateo, la biografía amputada de un novelista americano coetáneo de Hemingway, obsesionado, como Jaime Zarco, por el tiempo y sus límites, la pareja que surgió de la nieve. Sobre ese fermento había crecido la pesadilla, sobre esa tierra urdían una precaria trabazón experiencias procedentes de la realidad a las que las opiniones de Diego Illana y del joven crítico Luis Bremant otorgaban visos de verosimilitud: los cuadros como enlaces con un tiempo de posguerra, como plasmación de los fantasmas entrevistos en la lectura de dos novelas extrañas. A veces se sueña lo que, en el fondo, uno quiere soñar, se decía. E intentaba separar del sueño posteriores experiencias, dotarlas de una dudosa lógica. ¿Qué tiene de extraordinario que en un viejo jeep encontrara un diario de 1958? ¿Por qué no pensar que la artesana coleccionaba viejos periódicos?, se preguntaba a veces. Pero aquellos destellos de racionalidad eran frágiles asideros frente a la red inestable que tejía el mundo imaginario que crecía en torno a él.

La mujer muerta es un viaje desde el desarraigo y la sombra hacia los abismos de la noche oscura del alma, hacia el otro lado del espejo, ese lado oculto del mundo que evoca la cita de Antonio Tabucchi que abre una espléndida novela a la que Manuel Rico ha dedicado seis años y tres reescrituras con un brillante resultado.

Santos Domínguez

19/11/10

El Cuervo y otros poemas góticos


Luis Alberto de Cuenca.
El cuervo y otros poemas góticos.
Ilustraciones de Miguel Ángel Martín.
Reino de Cordelia. Madrid, 2010.


Desde que a mediados del XVIII Horace Walpole fundó con El castillo de Otranto la literatura gótica, que tuvo su continuidad en el Romanticismo y en Poe y su renacimiento en el cine y en el cómic, el terror, la oscuridad, los vampiros y el mundo sobrecogedor que rebasa las fronteras de lo visible y de lo vivible han alimentado las fantasías y las pesadillas del hombre contemporáneo.

Una de las cimas de ese universo gótico es un poema de Poe: The Raven, el cuervo que con su repetido estribillo oscuro –Nevermore- se convierte en un profeta de las sombras, en un emisario de las fuerzas infernales que surgió una noche de una mezcla explosiva de alcohol y cocaína. Ese mismo cuervo es el que se posa en un largo poema de Luis Alberto de Cuenca una noche de hastío de diciembre en que el poeta hojea, solísimo en el mundo, una edición del texto de Poe, vulgar pero ilustrada por Doré.

En las noches de insomnio las sombras tienen alas, /como el cuervo de Poe, escribe el poeta. Y de esas noches surgen Drácula y los zombis, el sueño de las tres hermanas y la alucinación de una muerta enamorada, un crimen cometido sobre el cadáver de la amada con un puñal de fuego, el amour fou con que aman los reyes a sus hijas, los Gigantes de Hielo y una resucitada, un fantasma desolado por el paso del tiempo, el hombre lobo y la princesa Leia venida desde una galaxia en guerra.

Tal vez para compensar su gusto por la línea clara en poesía, Luis Alberto de Cuenca siempre ha mostrado su predilección por ese mundo oscuro de la imaginación gótica, que ha ido reflejando en sus libros de poesía o en su edición del Tratado sobre vampiros del benedictino Augustin Calmet.

Reino de Cordelia ha reunido El cuervo y otros poemas góticos treinta textos de temática gótica que Luis Alberto de Cuenca escribió entre 1970 y 2009. Cada uno de los poemas lleva una ilustración de Miguel Ángel Martín diseñada para esta cuidada edición que aparece en la colección Los versos de Cordelia.


Santos Domínguez

17/11/10

Aretino. Casos de amor



Pietro Aretino.
Casos de amor.
Traducción de José Antonio Bravo.
Tintas de Perico Pastor.
Barataria. Barcelona, 2010.

Con traducción de José Antonio Bravo y tintas de Perico Pastor, Barataria publica por primera vez en español los Dubbii amorosi de Pietro Aretino. Son los Casos de amor que aparecen en la colección Uno más uno, que reúne textos con imágenes.

Sus octavas y cuartetos acoplados tienen una estructura binaria en la que se plantean a Ser Agnello –una autoridad en la materia- diversas dudas sobre asuntos eróticos de burdeles o conventos para que proponga una respuesta. Muy probablemente se trata de una parodia de las estructuras retóricas de la escolástica universitaria y los studia medievales.

Una parodia de estilo, de tono y de tema, porque estos textos descarados y audaces son el reverso de Savonarola. Sus tecnicismos jurídicos, su jerga frailuna y su latín macarrónico se dedican a explorar el territorio pecaminoso del onanismo, la sodomía o la lujuria en todas sus variantes y a manifestar el anticlericalismo de aquella época vitalista.

Forman parte de una línea literaria heterodoxa y secreta que frecuentó el Renacimiento y que dio lugar a numerosos textos que circularon en copias manuscritas o en ediciones ilustradas y clandestinas.

Azote de príncipes y pornógrafo famoso, Pietro Aretino (1492-1556) fue uno de sus más caracterizados representantes, hasta el punto de que su fama hizo que se le atribuyesen textos que no escribió. Tras publicar sus Sonetos lujuriosos en 1525, sufrió un atentado con arma blanca tras el que se refugió en la más tolerante Venecia, donde pudo haber compuesto estos Casos, de dudosa atribución.

En todo caso, si no los escribió Aretino, fue alguien de su escuela, su tono y su talante quien compuso cuartetos como estos:

Dubbio V

Destossi l'abadessa con gran furia

sognando di mangiar latte e giuncate,
trovossi in bocca il cazzo dell'abbate.
Fu peccato di gola o di lussuria?

Risoluzione V


Non fu gola o lussuria, è risoluto,

perché questo caso accidentario;
ben se l'avesse avuto in tafanario
o in potta dubitar s'avria potuto.

Por uno de esos raros caprichos del calendario, Aretino murió cuando la Iglesia celebraba en Trento un concilio que le iba a apretar las tuercas inquisitoriales de la ortodoxia al Renacimiento, a la literatura y a la vida.

Santos Domínguez

15/11/10

El sueño del celta


Mario Vargas Llosa.
El sueño del celta.
Alfaguara. Madrid, 2010.

En la justificación del Nobel otorgado a Vargas Llosa, decía la Academia Sueca que el premio se le concedía al novelista peruano por “su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota.”

Y eso es en gran medida El sueño del celta, la novela que Vargas Llosa publica en Alfaguara sobre la figura del diplomático irlandés Roger Casement (1864-1916), que denunció la violencia criminal de la colonización belga del Congo y el régimen terrorista y genocida que implantó allí la católica majestad del rey Leopoldo II.

No hace muchos meses que Ediciones del viento editó en el volumen La tragedia del Congo el largo y demoledor informe que Casement escribió en su particular viaje al corazón de las tinieblas cuando era cónsul británico. Apareció en 1903 con el título The Congo Report y ha sido la base documental de parte de la novela de Vargas Llosa.

Porque la otra parte se centra en un informe de Casement sobre la Amazonía peruana, el Informe sobre el Putumayo, que asume las denuncias del periodista Benjamín Saldaña y describe pormenorizadamente las brutalidades que los comerciantes de caucho cometían sobre los indígenas:

-¿Alguna vez tuvo usted que matar indios en el ejercicio de sus funciones? Roger vio que los ojos del barbadense lo miraban, se escabullían y volvían a mirarlo.
-Formaba parte del trabajo -admitió, encogiendo los hombros. (...)
-¿Me diría cuánta gente tuvo usted que matar, señor Thomas?
-Nunca llevé la cuenta -repuso Eponim con prontitud-. Hacía el trabajo que tenía que hacer y procuraba pasar la página. Yo cumplí.

Roger Casement fue la conciencia ética que denunció los excesos del colonialismo, la explotación masiva de las materias primas y el exterminio, las mutilaciones y las torturas sobre la población autóctona que se resistía al trabajo extenuante del esclavo. Y esas denuncias las hizo tras conocer de primera mano aquellos excesos, porque Casement -como Conrad, a quien le abrió los ojos- creyó ingenuamente durante muchos años en la labor civilizadora de las potencias occidentales, que decían llevar a aquellos territorios la religión, la ley y la justicia y no el saqueo, el expolio y el exterminio.

Como Conrad, Casement fue un idealista que no se dio cuenta de que Stanley era un tipo siniestro, un mercenario al servicio del horror, la codicia y el terrorismo de estado, y no un intrépido explorador:

Años después, en la duermevela visionaria de la fiebre, se ruborizaba pensando en lo ciego que había sido. Ni siquiera se daba bien cuenta, al principio, de la razón de ser de aquella expedición encabezada por Stanley y financiada por el rey de los belgas, a quien, por supuesto, entonces consideraba -como Europa, como Occidente, como el mundo- el gran monarca humanitario, empeñado en acabar con esas lacras que eran la esclavitud y la antropofagia y en liberar a las tribus del paganismo y las servidumbres que las mantenían en estado feral.

Aquel viaje de cien días por el Congo cambió la vida, el carácter y la mentalidad de Casement, que, en una nueva travesía que se inicia en Canarias en enero de 1913, acabó militando en su lúcida madurez en los movimientos independentistas irlandeses y conspirando desde Alemania contra el gobierno de Londres.

Hasta ahí la ejemplar figura pública que es el centro de El sueño del celta. Porque Casement se complicó la vida -o se la complicaron- con unos diarios íntimos de dudosa autenticidad en los que proyectaba una serie de fantasías con las que daba cauce a su homosexualidad. Falsos o no, escritos por él o fabricados por sus enemigos, el hecho es que esos Diarios Negros le desacreditaron ante la opinión pública y dañaron irreversiblemente su fama.

—Cómo pudo ser tan insensato, hombre de Dios, le reprocha el pasante de abogado cuando le visita en prisión.

Organizado en tres partes (El Congo, La Amazonía e Irlanda) y un epílogo, El sueño del celta es un acercamiento a la figura de Casement en su doble dimensión, pública y privada. A lo largo de la novela, Vargas Llosa explora esa dimensión contradictoria de la figura poliédrica que lo protagoniza. Detrás de las denuncias de un Casement intachable que elabora informes en los que deja el testimonio de sus travesías por el horror y denuncia la potencia devastadora del colonialismo o lucha por la independencia de Irlanda, hay un Casement secreto, el que aparece en esos diarios dudosos que aniquilaron su prestigio.

Y así cobra todo su sentido la cita de José Enrique Rodó que abre la novela como una clave: Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes.

El sueño del celta mantiene un balance constante entre el documento histórico y la imaginación narrativa, entre lo público y lo privado, entre el presente del personaje que espera en 1916 en una celda londinense la conmutación de la pena capital y el pasado en el que recuerda su experiencia del horror en el Congo y en la Amazonía.

Porque los mapas continentales de la maldad son semejantes, a pesar de las distancias y pueden ser descritos, silenciados o tergiversados por los historiadores, pero la personalidad de un hombre tiene siempre inaccesibles zonas de sombra que sólo puede iluminar la reconstrucción imaginativa de la novela por medio de una técnica narrativa tan poderosa y eficaz como la que despliega Vargas Llosa.

Y así El sueño del celta, además de un recorrido por ese mapa del terror que figura ensangrentado en la portada, es un viaje al interior del personaje, una incursión en las zonas más oscuras y secretas del Casement privado, del personaje terminal sometido a la degradación física de la suciedad y a la humillación moral por parte de los carceleros en el oscuro interior de la prisión de Brixton, lleno de piojos y pulgas, previa a la última humillación en forma de exploración anal tras su ejecución en la horca.

Con ese viaje al interior –de la celda y del personaje encerrado en ella- comienza significativamente la novela:

Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó, asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia.


Santos Domínguez

12/11/10

Poetas románticos ingleses


Poetas románticos ingleses.
Edición bilingüe.
Introducción de José María Valverde.
Traducciones de José María Valverde
y Leopoldo Panero.
Backlist. Barcelona, 2010.

Cinco por dos. Cinco poetas ingleses traducidos por dos poetas españoles.

Wordsworth, Coleridge, Byron, Shelley y Keats son los cinco Poetas románticos ingleses que forman parte de la antología de poesía romántica que con traducciones de otros dos poetas, Leopoldo Panero y José María Valverde, se publicó en 1989. Desde entonces, esa edición se ha convertido en una referencia ineludible y prestigiosa de las traducciones de poesía romántica inglesa al español. Y en algo mucho más importante: en una puerta abierta que invita a entrar en ese mundo poético tan cercano a la sensibilidad contemporánea y tan decisivo en la configuración de la poesía que vino después.

Poliédrico y contradictorio, pero fundamental en la formación de la mentalidad y la sensibilidad contemporáneas, el Romanticismo es la consecuencia cultural de la Revolución Francesa y promovió su propia revolución en el terreno estético e ideológico. La ruptura de lo clásico, el triunfo de lo individual sobre lo colectivo, la exuberancia del corazón en el sentimiento desbordado, el exceso del yo frente al fracaso de la sobria razón ilustrada son algunas de las claves de un movimiento que, más allá de las modas fugaces, contempla el mundo como obra de arte, reivindica el misterio nocturno y la rebeldía y expresa el malestar del artista que ha sido desplazado a los márgenes de la actividad social.

En último extremo, el Romanticismo en sus planteamientos ideológicos y artísticos es no sólo una reacción irracionalista dentro de los movimientos pendulares de la historia de la cultura, sino la extremada protesta y la voluntad escapista de quienes renegaban del Antiguo Régimen, pero no encontraban su lugar en la nueva organización de la sociedad industrial que los relegaba a una situación irrelevante.

De ese cambio de posición del artista y del poeta surge la emancipación del pensamiento filosófico, la subjetividad vitalista y antinormativa de la creación literaria, musical o pictórica, pero también el desasosiego, la rebeldía y el escapismo que están en la raíz de muchas actitudes románticas, pero que van mucho más allá de sus límites cronológicos.

Porque el Romanticismo, que en su desazón anticipa el desasosiego contemporáneo, fue un movimiento estético que estrictamente duró tres décadas, pero tuvo consecuencias que se prolongan en la actualidad a través de una serie de cruciales estaciones de paso que se llamaron Wagner, Nietzsche, Baudelaire o Rilke, tan intermedios como determinantes de todo lo que vino después de ellos.

Tal vez por eso estos poetas románticos son la juventud más joven de la poesía occidental, nos siguen pareciendo eternos adolescentes instalados en una permanente rebeldía, en una defensa de la libertad frente a la norma, de la estética frente a la ética, de la creatividad imaginativa frente a la imitación mimética.

Estos cinco poetas fundamentales, cada uno de ellos con su voz personal, aunque unidos por temas y actitudes comunes y por propuestas estéticas similares, son una representación significativa del universo poético del Romanticismo, de su tonalidad, de su forma de mirar la realidad y el paisaje, de proyectar sus estados de ánimo en la naturaleza.

Narrativos y líricos, dos de ellos -Wordsworth y Coleridge- fueron los poetas de los lagos, respetables y magistrales; otros dos –Byron y Shelley-, satánicos y escandalosos, y Keats, el poeta-poeta, el que murió más joven, a los 25 años, el más claramente tocado por el don de la poesía y la palabra, el que más prestigio conserva hoy entre los poetas.

Inventaron el alpinismo e hicieron del Mont Blanc una cima poética de la que nunca bajaron las palabras, escribieron bajo los efectos del láudano y vieron a Kubla Khan, hicieron poesía –la emoción recordada en tranquilidad- con el lenguaje de la conversación, creyeron en la biografía como obra de arte y mantuvieron un impulso prometeico de rebeldía en una poesía hecha de búsquedas y preguntas sin respuestas.

En las páginas de esta antología de una poesía de la mirada y la imaginación, navega a la deriva un viejo marinero alucinado, cantan con distinta letra y la misma música el ruiseñor de Coleridge y el de Keats, Byron hace en Caín la apología del incesto con su hermanastra, se oye a un cuco en medio del paisaje de Worsdworth, cruje la escarcha a medianoche y la melancolía se transforma en Shelley en un himno a la belleza intelectual.

Esta antología imprescindible llevaba descatalogada algunos años. La recuperación en el cuidado catálogo de BackList añade a las traducciones de Panero y Valverde los textos originales, con los que se completa una generosa y representativa edición bilingüe de casi quinientas páginas. Una edición en la que lo único que se echa en falta es la actualización de la bibliografía, que no va más allá de 1987 –tal como la dejó José María Valverde- y que debería haberse puesto al día con las numerosísimas traducciones nuevas que han ido apareciendo estos años.

Santos Domínguez

10/11/10

Tragedias de Shakespeare


William Shakespeare.
Tragedias.
Teatro completo I.
Edición de Ángel Luis Pujante.
Espasa. Madrid, 2010.


La colección Espasa Clásicos publica, con traducciones de Ángel Luis Pujante y Salvador Oliva, inéditas dos de ellas -las de Tito Andrónico y Timón de Atenas-, las diez tragedias que compuso Shakespeare entre 1590 y 1607. Es el primero de los tres tomos en que se ha organizado la edición del teatro completo del dramaturgo isabelino. El segundo volumen recogerá sus comedias y tragicomedias y el tercero, los dramas históricos.

Romeo y Julieta, Julio César, Hamlet, Otelo, El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra, Coriolano. La corona y la espada. El puñal y el veneno. El hacha y el pañuelo. Esos son algunos de los instrumentos de que se sirven la muerte, la venganza o el odio en las tragedias de Shakespeare.

Como a todos los clásicos que lo son de verdad, a Shakespeare no se le acaba de leer nunca. En cada nueva lectura, en cada nueva versión, en cada puesta en escena de sus variadas tramas incide una luz distinta. Las brujas de Macbeth con su profecía cumplida en las sombras del bosque de Birnam. La duda permanente de Hamlet, un intelectual alojado en la incertidumbre, un personaje que refleja nuestras propias experiencias, los temas y la sensibilidad de nuestra época. El desenfado joven de Mercucio, un poco bocazas y tan responsable de su muerte como los dos adolescentes de Verona. La mezcla sutil de grandeza y debilidades en un Julio César declinante. Un Yago que ensombrece al moro de Venecia en una tragedia que trata más de la traición, la mentira y la envidia que de los celos. El rey que tenía tres hijas en esa cima del teatro en la que Shakespeare reflexiona sobre el tiempo, la decadencia física, la soledad y la muerte.

Auden destacó la distancia que separa las tragedias griegas, en las que el desastre viene desde fuera como una maldición inevitable, de las de Shakespeare, en las que los personajes labran minuciosamente el camino de su ruina. Un Shakespeare que nos transmite la imagen amarga del hombre como animal sanguinario y cobarde, traicionero y cruel.

Como todos los clásicos que están por encima del tiempo, Shakespeare es también un hombre profundamente vinculado a su época, un autor que hace la crónica del pasado, el resumen del presente y la profecía del futuro. Y así como lo más local suele ser clave de lo universal si lo trata una mano con talento artístico, así también la obra que hunde sus raíces en el presente puede ser la cifra intemporal del mundo. No hay asunto de la actualidad que no esté planteado y resuelto en un clásico que, más que ningún otro, es sinónimo de contemporáneo. No hay más que echar un vistazo alrededor para darse cuenta de la vigencia de Shakespeare. Un mundo que sigue habitado por Macbeth, Lear y Hamlet. Aquellos que mejor los encarnan hoy no están en las compañías de actores, sino en la calle, en la política, en la escalera de al lado.

Complejas, cercanas y distantes a la vez, esas criaturas de Shakespeare no son los arquetipos de la envidia, la mentira o la ambición, sino sus encarnaciones más definitivas. En eso consiste la invención de lo humano de la que hablaba Harold Bloom, que al comienzo de su excelente Shakespeare. La invención de lo humano, respondía a la posible pregunta ¿Y por qué Shakespeare?, con una respuesta también interrogativa, aunque retórica: Pues, ¿quién más hay?

Santos Domínguez

9/11/10

Una rareza. Un libro divertido sobre educación


Juan José Romera.
Retrato canalla del malestar docente.
Toromítico. Córdoba, 2010.


Decir de un libro que trata sobre la educación que es divertido puede parecer de una frivolidad intolerable. No se sabe por qué, se espera normalmente de los libros que tratan sobre educación que sean serios, sesudos, normalmente dictados por la indignación y, en consecuencia, tremendamente aburridos.

El libro de Juan José Romera es, sin embargo, sumamente divertido y, lo que es curioso, también serio como corresponde a un libro sobre educación. El mismo título anuncia la intención del escritor de acercarse a la problemática de la implantación de la LOGSE, o lo que es lo mismo, de la educación comprensiva en nuestro país, desde un punto de vista ameno e irónico.

Para ello ha elegido una forma de abordar el tema muy moderna. El libro consiste en una serie de correos electrónicos que envía una profesora de secundaria al hijo de su marido, también profesor de secundaria. Las contestaciones de este no figuran, dado que se supone que están contenidas en las respuestas que les da la profesora.

Dada la inevitabilidad de encontrar una figura que sirva de contrapunto a la defensa de la LOGSE que hace el profesor, es la profesora la encargada de los ataques contra la LOGSE. Ataques tanto más divertidos cuanto que la profesora encarna esa actitud tan conocida en parte de nuestro profesorado consistente en que bajo una apariencia de progresismo se esconde a veces el más trasnochado conservadurismo educativo. De esta forma se consigue exponer los puntos encontrados anti LOGSE y pro LOGSE.

La serie de correos electrónicos, todos unidireccionales de la profesora al profesor, como son los contenidos en el libro podría haber contribuido a hacer pesada su lectura. Sin embargo este planteamiento se alivia introduciendo pequeños capítulos dedicados a glosar con mucho acierto los términos educativos más al uso relacionados con la famosa LOGSE.

Por lo demás el libro está magníficamente informado y documentado. Para quien quiera recordar, por ejemplo, quiénes han sido los eminentes y afamados escritores que han dedicado a la educación artículos que sólo se pueden tachar de zafios e ignorantes, el libro le dará citas inestimables de todas las tonterías que la gente es capaz de decir sobre la educación de ayer en comparación con la de hoy.


José Torreblanca

8/11/10

La Celestina como tragedia


Enrique Moreno Castillo.
La Celestina como tragedia.
Renacimiento. Sevilla, 2010.

Una crédula tradición crítica admite que la Tragicomedia de Calisto y Melibea es una moralidad adoctrinadora de jóvenes contra la pasión. A la cabeza de esa tradición, el admirable Marcel Bataillon, un ilustre hispanista que parece haber agotado toda su perspicacia en el monumental Erasmo y España.

A rebatir esa interpretación moral de La Celestina dedicaron su esfuerzo otros críticos ilustres como María Rosa Lida, Américo Castro o Stephen Gilman. Y a ellos se suma ahora Enrique Moreno Castillo, con La Celestina como tragedia, que publica Renacimiento en su colección Iluminaciones.

La cuestión que plantea este volumen va más allá de la obra de Rojas y afecta a las posiblidades interpretativas de los clásicos. Incluso ignorando que en su final -el llanto de Pleberio- están sus principios morales, su nihilismo premoderno; incluso suponiendo que Rojas sea sincero –lo que es más que dudoso- en su declaración de intenciones en los preliminares de la Tragicomedia, para el lector actual no tendría sentido una obra como esa si no admitiese una lectura contemporánea.

Y es que esa es una condición esencial de los clásicos, que mantienen su fuerza a lo largo del tiempo y por encima de su limitado contexto. En el caso de La Celestina, y para decirlo de una vez, su actualidad y su vigor proceden, no de una moralización caduca además de discutible si se conoce la condición conversa de su principal autor, sino de una visión asombrosamente moderna del mundo y de las relaciones humanas.

Porque otra de las virtudes de los clásicos, de Cervantes o de Shakespeare por ejemplo, es la capacidad de regenerarse, de ampliar su sentido y de ofrecer nuevas lecturas que van más allá de su tiempo y de la intención de su autor.

En el fondo se trata de optar entre dos anacronismos: o el anacronismo historicista que limita la obra al tiempo en que se escribió, la mutila y la inhabilita para el lector de hoy, o el anacronismo de la lectura contemporánea de los clásicos. Pero puestos a elegir, por ejemplo, siempre será preferible la lectura actual de La Divina Comedia a reducirla a su limitada voluntad alegórica, doctrinal o a la intención de participar en las disputas entre güelfos y gibelinos.

Como explica Moreno Castillo, La Celestina forma parte de una larga cadena de textos que, desde la mitología hasta la actualidad, muestran los estragos de un amor trágico que se desarrolla en un universo de pasiones y debilidades, envidias y ambiciones, ingredientes que -asociados al error como desencadenante- están en la base del género desde Edipo rey, Antígona y otros brillantes antecedentes hasta su madurez en la tragedia isabelina del Rey Lear o de Macbeth.

Pero la altura literaria y la grandeza dramática de la Tragicomedia son inseparables de su estilo, de la importancia de la palabra caracterizadora, de la verbalización del mundo y del diálogo que exterioriza las pulsiones de los personajes. Es en este terreno en el que La Celestina mantiene su vigencia como obra mayor del diálogo en la literatura europea, apenas igualado por una limitada nómina de dramaturgos posteriores.

Esa intensa serie de encuentros verbales que son los diálogos de La Celestina, territorio de simulaciones o confesiones, se interrumpe bruscamente tras la muerte de los amantes. Es entonces cuando irrumpe la fuerza del monólogo en el que Pleberio expresa su soledad y su desolación ante un mundo sin sentido.

Poco importa en el fondo que Rojas utilice esa máscara como portavoz de su desorientada desesperación, de su nihilismo acosado. Lo importante es la fuerza con la que esas palabras han atravesado los siglos. Que esa fuerza se la suministre el rencor de aquel joven estudiante en Salamanca o proceda de otro lugar creativo es irrelevante. Lo que importa es que con esas palabras negras y desesperadas se escribe uno de los momentos más intensos de la literatura española.

Santos Domínguez

5/11/10

Piedras al agua


Antonio Cabrera.
Piedras al agua.
Tusquets. Barcelona, 2010.

Ver y pensar el mundo (Verlo y pensarlo, ese es el cometido) es el objeto de los poemas que Antonio Cabrera ha reunido en Piedras al agua, que publica Tusquets.

Meditación e impresiones, razón y sensaciones unidos en unos textos depurados en que conviven en armonía el pensamiento y el sentimiento de un yo lírico emocionado y reflexivo que dialoga con el paisaje y el recuerdo y pasa del objeto al concepto a través de una mirada que oscila entre lo exterior y lo interior en las tres partes en que se organiza el libro.

Ese yo poético se perfila en el cruce de dos espacios: entre el ámbito doméstico cotidiano y la aparición de unos caballos al anochecer, unidos por una constante sensación de prodigio y de revelación, de instante irrepetible captado por los sentidos y elaborado por la razón.

Esa indagación en lo hondo, esa mirada mental que va más allá de la superficie es también una exploración de sus propios límites, de los límites del conocimiento y de la palabra. Es la retina del conocimiento, la pupila equivocada que analiza una nube pasajera en Avance de nube y asume el reto expresivo del poema, la limitación del lenguaje que se convierte en centro del texto que se titula Antes de hablar, cuyo primer verso es No sé si pronunciarlo y que termina con este reconocimiento de la derrota: Cuanto pueda decir va a desmentirse.

Verlo y pensarlo, ese es el cometido. Y la misión imposible del lenguaje, de manera que el poeta firma la crónica de ese reto y de esa imposibilidad y afronta el asedio limitado a la vasta realidad huidiza que se evoca en estos poemas (naciente luz/ que estaba) .

La poesía de Antonio Cabrera se apoya en el mundo, es una reivindicación de los objetos como parte de nuestro propio ámbito. Y la delimitación de ese espacio propio desde el ritmo lento de llanto razonado con el que el poeta aborda la realidad está hecha también de tiempo, de una intensa temporalidad que surge de una mezcla de exaltación del instante presente -que recuerda en tono, en actitud y hasta en léxico el Cántico guilleniano- y de melancolía sometida al freno de la serenidad y de la contención verbal.

Ese difícil equilibrio sostiene la intensidad verbal y emocional de estos poemas. Porque la sombra es mucha, pero el poeta mira a su través, como aconseja a su hija en el Poema de cumpleaños, y sabe, como el halcón viejo cuando enseña al halcón joven en Anotaciones en un cuaderno de campo, que la vastedad es suya, si la gana.

Por eso, desde la asunción de la sombra, este es un libro luminoso, cuya Poética concluye con unos versos que resumen la actitud de Antonio Cabrera en estas Piedras al agua: De luz y de abstracción/está rodeado/todo.

Santos Domínguez

3/11/10

Leviatán o la ballena


Philip Hoare.
Leviatán o la ballena.
Traducción de Joan Eloi Roca.
Ático de los libros. Barcelona, 2010.

Entre la historia cultural, la literatura, la memoria autobiográfica, el tratado de zoología y el libro de viajes, Leviatán o la ballena es uno de esos pocos libros que contienen el mundo. Y el lector lo sabe desde las primeras páginas.

Escrita con brillantez y prosa adictiva y generosamente ilustrada, con esta obra de evidente estirpe sebaldiana, tan inclasificable como el animal que la inspira, ganó Philip Hoare el año pasado el premio BBC Samuel Johnson al mejor libro de ensayo. Acaba de publicarlo en España Ático de los libros con traducción de Joan Eloi Roca.

Alguien señaló una vez que Moby Dick, como La Biblia, debe ser leída en sesiones de un par de páginas diarias. Con Leviatán o la ballena, cuyo título es un guiño de homenaje a Moby Dick o la ballena, esa tarea es imposible. Este es un libro impredecible y absorbente cuyos quince capítulos se leen de un tirón, de asombro en asombro, entre la obsesión y el deslumbramiento, entre el recuerdo de Jonás y el terror de Melville, entre la aventura de Simbad y la exaltación ecologista del Walden de Thoreau.

La imagen contradictoria de la ballena en el imaginario humano oscila, como el mar, entre la atracción y el terror, entre la simpatía por el animal aniquilable y la imagen de Leviatán, la bestia apocalíptica.

Pero no todo fue destrucción. Los barcos balleneros abrieron las rutas de los mares del Sur y el aceite de las ballenas encendió los cinco mil faroles que hicieron del Londres de 1740 la ciudad mejor iluminada del mundo.

Frágil y poderosa, inconcebible y monumental, la ballena forma parte de las obsesiones de un Philip Hoare que ha escrito este Leviatán o la ballena con una potencia verbal arrolladora, con una fuerza descriptiva y evocadora que está a la altura de esa obsesión, con una prosa que se sumerge en las profundidades del mar y de la conciencia para emerger con la espectacularidad de los cetáceos.

Desde la bahía de Southampton a Cape Cod, por un mar que es un ser vivo que habitan miles de seres, desde el Génesis a la poesía o la novela, Hoare lleva al lector al límite de la tierra, al comienzo del océano, en un recorrido jalonado por ballenas en la libertad atlántica o prisioneras en acuarios siniestros.

Desde New Bedford, importante puerto ballenero en el XIX, a la isla de Nantucket, Hoare realiza un recorrido por los mapas y las representaciones gráficas, a veces imaginarias, de las ballenas, por la literatura y la geografía vital de Melville, por las raíces literarias de Moby Dick, por la influencia de Hawthorne, que hizo que esta novela, que en principio iba a ser una mera construcción comercial se convirtiese en un libro terrible y diabólico, en una reflexión alegórica sobre el mal.

El libro de viajes que es este Leviatán termina en las Azores con sus últimos balleneros y con una intensa experiencia en la que Hoare comparte armónicamente las aguas atlánticas con las ballenas que nadan a su lado.

Las quinientas páginas del libro trazan una portentosa zoología científica y fantástica, una suma de ciencia y literatura, de memoria e imaginación, una indagación en el significado simbólico de unos animales que existen más allá de la vida cotidiana, en un mundo misterioso construido con el material de los sueños y las pesadillas.

Un itinerario por la asociación de la ballena a lo monstruoso, por la proyección del imaginario de los hombres en sus representaciones literarias y plásticas, en las leyendas y en el cine para abordar la figura del animal mitológico o el pez real. Y frente a la ballena, los balleneros, neolíticos, espectrales o heroicos, a la caza de aquel animal codiciado del que dicen que no se alimenta de otra cosa que de oscuridad y de la lluvia que cae en el mar.

Quizá esa sea la mejor manera de acercarse a ese otro mundo tan contradictorio y tan lejano de nosotros que habitan esos seres a la vez frágiles y poderosos.


Santos Domínguez

1/11/10

La isla de las tribus perdidas


Ignacio Padilla.
La isla de las tribus perdidas.

Debate. Barcelona, 2010.

La incógnita del mar latinoamericano es el subtítulo del ensayo La isla de las tribus perdidas, con el que el mexicano Ignacio Padilla ganó el III Premio Iberoamericano de Ensayo Debate-Casa de América 2010.

Un proemio (Manual de supervivencia para náufragos) para cinco bitácoras y un epílogo forman la estructura de un ensayo literario que publica Debate y que se abre con una elocuente cita del Canto general de Neruda -“el idioma del agua fue enterrado”-, un anuncio de la tesis que desarrolla el libro a lo largo de sus páginas, construidas como un cuaderno de navegación.

Porque, como habían hecho ancestralmente las comunidades precolombinas, América Latina creció de espaldas al mar. Crecieron juntos, pero contrapuestos, dice Padilla, que orienta su análisis a buscar las causas de esa desavenencia secular y a rastrear su reflejo en la literatura latinoamericana, tan fecunda en navegaciones fluviales, en islas y en naufragios, y tan renuente a hablar del mar.

La selva, el llano, la pampa, el desierto o la ciudad son los territorios por los que transita la literatura de Borges, Carpentier, Rulfo, Onetti, Mutis, García Márquez o Bioy Casares. Hasta doce narradores y veinte obras que reflejan una relación conflictiva con el mar, una constante disensión con la naturaleza, la propensión al aislamiento ensimismado, la inclinación a la deriva en todas sus variantes, la vocación de náufrago del latinoamericano.

Esa tendencia a la insularidad de la tribu latinoamericana aparece empantanada en una desolación oceánica, bajo una lluvia tediosa y destructiva, en un archipiélago de soledades sometidas a diluvios prehistóricos o a lloviznas maléficas y pertinaces.

Barco, náufrago, isla o ahogao, la persona latinoamericana lucha contra la persona neptuniana encarnada en el mar, río, lluvia o ciclón. Como es de esperar, este combate encarnizado es desigual y fatal: la dimensión de nuestra reticencia océnica es tan grande como nuestra caída en los abismos. Nuestra constante negación de la derrota frente a la naturaleza es tan recia como la soledad que nos agobia cuando ha pasado el diluvio.

Quizá por eso un lúcido y profético Melquiades afirmaba Somos del agua antes de morir ahogado en Cien años de soledad.

Santos Domínguez