8/11/11

Francisca Aguirre. Los maestros cantores


Francisca Aguirre.
Los maestros cantores.
Prólogo de Olvido García Valdés.
Calambur 20 años. Madrid, 2011.

Tres preguntas en octava para Franz Kafka -¿Cómo pudo vivir un dinosaurio sabiéndose pretérito imposible y escribiendo su historia en alemán?-; un Manrique fluvial y cotidiano, argonauta del tiempo; la prosa endecasilábica para preguntar serenamente ¿qué hacías tú en la guerra, Garcilaso? y para lamentar el error cronológico de Teresa de Ávila, que nació –pero a quién se le ocurre haber nacido entonces- en tiempos infames, cuando lo suyo era el futuro; la lección imposible de Juan de Yepes al caer la tarde...

Los maestros cantores, de Francisca Aguirre, es un libro de preguntas y de afirmaciones, de admiraciones y de dudas. Entre unas y otras, entre la perplejidad y el dolor, entre la gratitud y la piedad, sus poemas en prosa arrancan, como toda su obra, de esa “pena irreversible” de la que habla Olvido García Valdés en su prólogo.

Desde ese lugar de la palabra y del corazón pregunta a Quevedo –¿fue tuya alguna vez la oscura dicha?-, a Lope –¿quién iba a imaginarte solo y triste?-, agradece a Cervantes –mientras sigas velando por nosotros, nada podrán hacernos los verdugos-, comprende a Hölderlin –¿cómo no ibas a naufragar en las tinieblas?-, consuela a Bécquer –algunos muertos jamás se quedan solos- o evoca a Emily Dickinson detrás de la ventana: ¿qué ríos navegables en tus sueños?

Con la cadencia musical del universo por la que se pregunta a Rubén –¿cantan los astros para ti, Darío?-, con el ritmo sereno del endecasílabo o con la solemnidad del alejandrino, los poemas en prosa de Los maestros cantores responden a una vocación musical de la palabra que está presente ya en el título de este libro que se publicó por primera vez en Ensayo general, el volumen en que Calambur editó la poesía completa de Francisca Aguirre hasta el año 2000.

Un Antonio Machado sereno y desolado -¿quedan violetas?- junto a su hermano decadente y sevillano –¿has conseguido ser un buen banderillero?-; una Rosalía experta en aguaceros –¿llueve también por dentro, Rosalía?- y en saudades; Rilke entre las torres tristes de Duino –¿cómo te fue en aquellos corredores?-; un Kavafis de luz y de sombra –¿qué soñabas despierto, Constantino Kavafis?-; Alfonsina Storni en un mar de hierba –¿nadie escuchó tus gritos subterráneos?-; Delmira Agustini, que amó el fuego porque era el fuego-; una tarde con Juan Ramón –todo en ti fue milagro-; la evocación desde la Baixa de Lisboa de un Pessoa triste y distante; César Vallejo, muerto inmortal; Cernuda en su larga espera del alba –qué extraña realidad te regaló la Historia-; Federico entre arrayanes y cipreses –no creo que hayas muerto, y menos para siempre-; Neruda y la gran caracola torrencial de sus poemas –¿se ve bien Machu Picchu desde arriba?-, un Miguel Hernández dulce y viril, erguido sobre el milagro irrepetible de sus versos; Santos Discépolo apoyado en un velador en un cielo con bandoneones y ginebra –¿hay ginebra en el cielo, Discepolín?-; Borges el desdichado –¿cómo es que siempre que te busco encuentro al otro?; Luis Rosales, dueño de la piedad y el albedrío, qué difícil vivir sin escucharte.”

Y al final, tras todos esos nombres memorables, los maestros anónimos de la poesía popular –En Ávila mis ojos, dentro en Ávila...-, los secretos autores de las letras del flamenco, los dueños del habla, los amos de la lengua.

Con todos ellos, estos poemas intensos de Los maestros cantores -a la gente le gustan los entierros y no sabe qué hacer con los endecasílabos –fundan un espacio poético de libertad y verdad y construyen el homenaje de gratitud a esos referentes no solo literarios, sino éticos y vitales.

Es la poesía como espacio de salvación, la poesía como cosa cordial de la que habló uno de los maestros más inagotables y queridos por la autora, Antonio Machado, padre y maestro oscuro entre los álamos del Duero.

Los edita, también memorablemente y exentos por primera vez en un volumen, Calambur en la espléndida colección conmemorativa de sus 20 años.

Santos Domínguez