23/11/11

Socotra, la isla de los genios

Jordi Esteva.
Socotra, la isla de los genios.
Atalanta. Gerona, 2011.

Como los antiguos leyeron la Historia Natural de Plinio, como los árabes oían las aventuras de Simbad, con el mismo asombro que debía de producir en los humanistas el Libro de las maravillas de Marco Polo, con la misma fascinación con que leíamos a Verne de niños.

Así entra el lector en Socotra, la isla de los genios, de Jordi Esteva, que acaba de publicar Atalanta.

Socotra, la isla de la felicidad en sánscrito, aparece en los mapas anclada en el Índico, al sudeste de la Península Arábiga, a la salida del Golfo de Adén.

Es la isla del sueño, un lugar mágico poblado por una fauna de otra época, de un tiempo mitológico en el que los griegos tenían esta isla como patria del Ave Fénix. Un lugar en el que crece una vegetación no menos mitológica de la que forman parte la mirra, en cuyas brasas ardía aquel pájaro inmortal, o el incienso de los ritos y las momias faraónicas, o el árbol de la sangre del dragón cuya savia roja usaban los gladiadores para embadurnarse los músculos.

O el áloe que buscaba Alejandro porque cicatrizaba las heridas del combate:

- Nosotros no necesitamos medicinas modernas -interrumpió orgulloso un socotrí de grandes ojos-. Si nos herimos en la montaña, sólo tenemos que cortar una ramita de un arbusto y aplicarla en la herida para que deje de sangrar de inmediato; si nos duele la cabeza mascamos hojas de otra planta. Socotra entera es nuestra farmacia.

Los egipcios y los árabes del sur, que viajaban allí para extraer el incienso y la mirra, más valiosos que el oro, propagaron leyendas terroríficas y disuasorias y sembraron confusiones desorientadoras de su ubicación exacta para evitar la competencia:

Los marineros de Omán afirmaban que Socotra surgía en la galerna cuando ya era demasiado tarde para maniobrar y que los veleros se estrellaban contra los acantilados mientras la isla se ocultaba tras la espesa niebla al acecho del siguiente navío. Seguramente este fenómeno dio pie a una leyenda muy extendida entre los marineros del Índico: la existencia de una isla que emergía abruptamente desde las profundidades del océano y atraía a los veleros construidos con clavos de hierro con la fuerza de un imán gigantesco. Tan poderosa era la atracción que arrancaba los clavos uno a uno y los navíos saltaban en pedazos.

Como la isla canaria de San Borondón, Socotra era una isla que aparecía y desaparecía, que atraía irremisiblemente a los veleros hacia la fatalidad. Y un lugar como ese, con bosques de incienso sobre los que vuela el ave Roc de Las mil y una noches, solo puede describirse dosificando adecuadamente, como hace Jordi Esteva, la fantasía y la realidad, la historia y la ficción.

Esa mezcla difusa está también en las abundantes y magníficas fotos -Esteva es fotógrafo además de escritor- que reflejan con una luz casi irreal, con la luz tenue del sueño, su mirada a una isla sagrada para los griegos, porque en ella había erigido Zeus su propio templo y en sus cumbres había tenido su trono Urano, el dios primordial, abuelo de Zeus y padre de Cronos.

Entre el sueño y la realidad, entre África y Asia, entre la historia y la leyenda, entre la geografía y la literatura, entre la biología y la magia, Jordi Esteva relata en Socotra un viaje a la infancia del mundo y al paisaje de las llanuras de Caín, un viaje que transforma la mirada y la sensibilidad del viajero, que vuelve siendo otro.

Porque el viaje verdadero consiste en no volver. O en volver como una persona distinta de la que inició el viaje.

Santos Domínguez