1/4/16

Fiebre y compasión de los metales


María Ángeles Pérez López.
Fiebre y compasión de los metales.
Prólogo de Juan Carlos Mestre.
Vaso Roto. Madrid, 2016.



El hacha silba su canción de acero 
y amputa la memoria, el silabario, 
la mano en que se escriben las palabras.

Así comienza Canción de acero, uno de los textos con los que María Ángeles Pérez López ha compuesto su Fiebre y compasión de los metales, que publica Vaso Roto con prólogo de Juan Carlos Mestre.

Las tijeras y el cuchillo, el acero y el yunque, el bisturí y la aguja, la hoz y el punzón, el hacha y la flecha están en el centro de los poemas de este libro en el que la indignación nunca se confunde con una reacción verbal desarticulada, porque contra el filo cortante, contra el tajo / opone el alfabeto sus alfiles.

Por el contrario, los poemas de Fiebre y compasión de los metales están -ya se ve- afilados, pero también afinados con la mejor voz de su autora, que deja el lado sin filo de estas páginas para resumir afectos y para indicar que este libro sólido y poderoso “es un libro construido – como señala la autora en el epílogo- con diversas voces /.../, en diálogo con numerosos poetas, de Federico García Lorca a Ezra Pound, Eugenio Montejo o Agustín Fernández Mallo, de Alejandra Pizarnik a Claudio Rodríguez o Juan Carlos Mestre”, que indica en su prólogo que en estos poemas “la consolación sobre las ordenaciones del tiempo, la geometría del espacio como recuerdo de cuanto ya solo es vacío en la sinagoga de la espiga, en la clausura simbólica que se abre hacia la duración al salmo, el poema como pan de lo profano, el pan envilecido y harapiento / si lo amasó la usura, el pan solar que imanta con su hambre de significados todas las categorías del saber y otorga integridad poética a la disertación del mundo.”

En un contraluz de tajo y dulzura traduce Mestre esa superficie ética y verbal -doble como la de un cuchillo con un lado sin filo- de Fiebre y compasión de los metales, donde conviven en el clamor de los versos el sonido de la flauta de hueso y la furia del martillo, que suenan en estos poemas, en estos alfiles afinados que levantan contra la herida el arma inoxidable de la palabra indignada ante las concertinas de Melilla:

Siete metros de lava y de ceniza 
izaron en Pompeya la desgracia. 
Son seis los que atormentan esas manos 
cuando en Melilla sangran las vocales, 
falanges que fracturan el presente 
y lloran rojas letras de papel. 
Su tinta azuza el agua y la envenena.

Unos poemas que con la potencia de sus imágenes recurren a la compasión y la memoria para abrir las ventanas del corazón de quien lee, porque estos textos establecen con el lector un diálogo cercano que pide desde su primer verso la complicidad cordial del otro, en busca de ese don de la otredad donde se cruzan los metales y la sangre, porque, como escribe al final de El yunque 

Las palabras también piden ser viento 
que arrase los paisajes de la usura,
también piden ser fuego y tolvanera,
respingo que celebra en su osadía
la roja ceremonia de vivir.

Santos Domínguez