20/4/16

John Keats. Poesía


John Keats.
Poesía.
Antología bilingüe. 
Selección y traducción de
Antonio Rivero Taravillo.
Alianza Editorial. Madrid, 2016. 

Oh ática armonía, hermoso mármol 
con hombres y doncellas cincelados, 
con ramas del boscaje, holladas hierbas… 
¡Silente forma, abstraes a nuestra alma, 
oh Fría Pastoral, como lo eterno! 
Pues cuando esta generación se extinga, 
tú seguirás en medio de otras cuitas, 
amiga del hombre, a quien dirás: 
‘Belleza es la verdad, verdad lo bello.’ 
Otro saber no tienes ni precisas. 

Así termina, en la versión de Antonio Rivero Taravillo que publica Alianza Editorial, la Oda a una urna griega, de John Keats, aquel ‘poeta joven, apenas conocido’ cuya muerte en Roma evocó Cernuda en A propósito de flores. 

Su nombre –lo dice su epitafio- quedó escrito en el agua en 1821 y desde entonces se ha convertido, con cinco años de actividad poética, desde Sueño y poesía, su primer poema importante, hasta los muchos inéditos que aparecieron póstumos en 1848, en un poeta imprescindible no sólo en la poesía inglesa, sino en la tradición occidental.

Alejado por igual del sentimentalismo de Coleridge y Worsdworth, los poetas de los lagos, y del malditismo provocador de Byron y Shelley, John Keats, el romántico que murió más joven, a los 25 años, fue el poeta-poeta, el más claramente tocado por el don de la poesía y la palabra, el que más prestigio conserva hoy porque su obra ha pasado sin daño por encima del tiempo.

Fue también el más consciente de sus contemporáneos en la reflexión sobre la noción de lugar que es esencial en su poesía meditativa. Un lugar que delimitó en sus cartas, en las que habló de la capacidad de enajenarse, de perder la propia identidad para identificarse con el paisaje o con el pájaro que picoteaba en el alféizar de su ventana, para convertirse en urna griega o ser otoño o ruiseñor, cuando morir parece un lujo más que nunca.

Lo resumía en la carta que dirigía el 27 de octubre de 1818 a su amigo Richard Woodhouse, la que Cortázar definió en su memorable Imagen de John Keats como la “carta del camaleón”, comparable a las Cartas del vidente de Rimbaud:

El poeta es un ser sin identidad, lo es todo y no es nada; no tiene carácter; disfruta la luz y la sombra (...) Lo que choca al virtuoso filósofo deleita al camaleónico poeta (...) Un poeta es el ser menos poético que haya, porque no tiene identidad: está continuamente sustituyendo y rellenando algún otro cuerpo (...) El sol, la luna, el mar, los hombres y las mujeres, que son criaturas impulsivas, son poéticos y tienen en sí algún atributo inmutable. El poeta no posee ninguno; ninguna identidad, y es, sin duda, el menos poético de todos los seres creados por Dios (...) Si, por lo tanto, el poeta no tiene ser en sí y yo soy poeta, ¿qué hay de asombroso en que diga que voy a dejar de escribir para siempre? (...) Tal vez ni siquiera ahora estoy hablando por mí mismo, sino desde alguna individualidad en cuya alma vivo en este instante.

Visionaria y creativa, su poesía presagia a Rilke en su viaje hacia la esencia de la realidad, hacia lo que se agita en las profundidades, una suma de reflexión y creatividad, de meditación e imaginación, de lucidez y contemplación receptiva en la que el poeta se deja tomar por la realidad, que posee al poeta, el que ve como pudieron ver los dioses.

Entre un soneto dedicado a su hermano George y la despedida del último texto, con su mano moribunda extendida hacia la amada pero también hacia el lector, está en estas páginas el mundo delicado de Keats y la emoción plástica de su obra, en una traducción en endecasílabos blancos y heptasílabos que no mantienen –como es lógico- la rima, pero sí el ritmo y la música del original. 

Una traducción que –señala Rivero Taravillo-, “ha tratado de envolver las ideas de Keats con la música que les es propia.” Como en la Oda al otoño, “su poema perfecto” en palabras de Harold Bloom:

¿Dónde los cantos ya de Primavera?
No importa; tú también tienes tu música:
mientras las nubes, expirando el día,
florecen y sonrojan los rastrojos;
en coro los mosquitos se lamentan
meciéndose en los sauces junto al río
conforme se alza o no una leve brisa;
y balan los corderos en el monte,
canta el grillo en el seto, en una huerta
dulce silba el petirrojo, y gorjean
bandos de golondrinas en el cielo.


Santos Domínguez